Recuperar la democracia por decreto

De niño viví una dictadura, tal vez la más cruenta de la historia de Bolivia. Me refiero, claro está, a la que encabezaron Luis García Meza y Luis Arce Gómez en julio de 1980. Fue la época donde el terror se apoderó del Palacio de Gobierno. Si bien años atrás otras fuerzas militares habían sido muy represivas, esta vez se tocaron los límites del espanto y del descaro, entre el narcotráfico y la intervención de fascistas de trayectoria mundial. En aquel gobierno la muerte viajaba en ambulancias, el Servicio Especial de Seguridad, que era la expresión formal de los paramilitares, patrullaba las calles de La Paz en vagonetas cafés que, al verlas, me temblaban las piernas. 


Yo tenía diez años, y aprendí rápidamente que había que callarse en la escuela, que había que medir las palabras, que no se debía comentar las actividades políticas de mi padre ni los amigos que nos visitaban en casa. Y luego vino lo peor: el 15 de enero de 1981 encontraron a mi papá con varios compañeros del Movimiento de Izquierda Revolucionaria reunidos en Sopocachi. El régimen mató a ocho compañeros de la manera más horrenda. Se ensanchó la lista de los mártires que desde varios años atrás ofrendaron sus vidas para conseguir democracia. 


En ese período la tortura fue parte de la política. Varias personas murieron torturados, no a balazos. Murieron a causa de esa tortura que es destrozar el cuerpo poco a poco en sus partes más sensibles para provocar dolor, para que la muerte sea más cruel y dolorosa. Los certificados de defunción decían que aquellos luchadores murieron por herida de bala. Mentían. 

García Meza y Luis Arce estaban acostumbrados a mentir, buscaban mostrar una historia torcida, falsa de los hechos. En el caso del asesinato de los del 15 de enero, dijeron que hubo confrontación armada, que eran “terroristas”. Años más tarde vimos las fotos del Ministerio del Interior en las cuales el cadáver de mi padre aparecía con un poncho y una escopeta en el pecho. Un montaje descarado frente a los hechos, frente a la verdad.

Por eso aquel 10 de octubre de 1982 lloré de emoción, cuando por fin se recuperó la democracia gracias a las luchas de diversos sectores sociales acumuladas en varios años, la vida de tantos mártires y la movilización de todo un pueblo. Ver a Hernán Siles Zuazo en la Plaza Murillo era la consolidación de una batalla que nos había costado demasiado. 


Hoy, a varias décadas de distancia, el presidente Luis Arce quiere torcer la historia a conveniencia. Al presidente se lo eligió para que gobierne para los bolivianos, no para que manipule a su antojo e interés el pasado del país. Se espera de él que conduzca la nación por mejores caminos en estos tiempos tan delicados, no que invente narrativas forzadas que son un insulto a la dignidad de nuestra historia, de nuestros muertos y de la democracia de la cuál él es un privilegiado. ¿Por qué se empecina montar un relato de golpe de Estado y de dictadura cuando todos sabemos que no hubo tal? Me queda claro que la intención es lavar la imagen de sus antecesores, esconder los errores, guardar la basura debajo la alfombra para que nadie la vea. Cuanto más grande es el pecado, mayor debe ser la mentira. Por eso se esfuerza en llamar “golpe” a una compleja, delicada y dolorosa sucesión presidencial; “gobierno de facto” a un “gobierno transitorio” -desastroso, nadie lo niega-; “recuperación” a una indiscutible victoria electoral.


Puede el presidente emitir los decretos que vea conveniente, puede mentir con el mismo cinismo de algunos que lo precedieron, puede parecerse a los más perversos políticos que, una vez que tomaron el mando, reescriben los hechos tergiversando la realidad. La historia la escriben los vencedores, los poderosos, lo sé, siempre ha sido así, lo sabemos desde el trágico episodio de la conquista hace 500 años. Pero su gobierno no la podrá tirar a la basura la verdad. Sus decretos no desvanecerán la sangre de quienes lucharon contra los dictadores, ni evaporará de nuestra memoria la alegría de volver a vivir en un país democrático. Eso sucedió aquel octubre: el de 1982.



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