Seres urbanos

 Hugo José Suárez

 La ciudad la habitamos y nos habita con igual intensidad. Somos la ciudad, le pertenecemos, la construimos, la constituimos. Las calles son nuestras, los edificios, los ríos, las montañas, el clima, el granizo. Cada lugar está impregnado por nuestro paso, por nuestra pequeña historia: nuestro primer enamoramiento, el primer entierro, la pena, la fiesta. Nuestro pasado está inscrito en estos territorios íntimos.

 Soy paceño. No nací aquí, pero ese es un detalle poco importante, basta recordar a Chavela Vargas que, habiendo visto la luz en Costa Rica, decía que “los mexicanos nacemos donde nos da la gana”; o dicho en otro código: “no porque los gatos nazcan en el horno, son panes”. Crecí en San Miguel desde inicios de los 70. Jugué con bicicleta hasta el cansancio, trepé el cerro del frente que hoy es Auquisamaña, jugué con barquitos de papel en el río hoy entubado, entré en las cuevas e intenté sin éxito atrapar lagartijas.

 Desde mi barrio vi pasar la dictadura y el Golpe de Estado de 1980. Temblé con el miedo de pensar que los militares vinieran a mi casa. Y fui conociendo otros rumbos: en Miraflores jugué tardes enteras con mis primos en casa de mi abuelo, en la Avenida Busch; en esas paredes se veló a mi padre cuando lo mataron en 1981, ahí también despedimos el cuerpo de a mi abuelo décadas después.

 Fui a Sopocachi muchas veces, dormí en el departamento de mi abuela recibiendo mimos y jugo de naranja en las mañanas. Diariamente me dirigí a mi colegio en Següencoma, y volví cansado con el implacable sol azul de medio día atravesando el Choqueyapu, cargando -o más bien arrastrando- mi mochila con útiles escolares.

 Viví múltiples experiencias en El Prado, en la imprenta del “Picus” en San Pedro, en los locales de la Av. Illampu donde bailábamos morenada hasta el amanecer, en el departamento del Moisés en la Plaza Villarroel. Comí las salteñas de todo lado, las donas de la Av. 6 de agosto y las hamburguesas del Iglú, además del tradicional sándwich de lomito del local de El Prado que desapareció. Cuando tuve auto conocí las rutas que trepaban a las montañas pare ver mejor mis lugares desde lo alto, y ahora que tengo bicicleta, cada fin de semana recorro algún lugar disfrutando del paisaje.

 Cierto, me fui de la ciudad por varias décadas, pero nunca la dejé. En los últimos años, cada que volvía, me encontraba con algo nuevo.  Veía cómo mi pasado citadino se iba transformando al ritmo de una sociedad que supera toda sorpresa y no respeta reloj alguno. Asombrado por la densidad del cambio, decidí acudir a mi oficio que es observar, escribir, descubrir.

 De eso trata mi libro La Paz en el torbellino del progreso (Ed. 3600, 2020) que fue publicado recientemente en su versión boliviana y circula en librerías. ¿Cómo hemos sentido los paceños el cambio de los últimos lustros? Ahí cuento todo lo que puedo, desde mis recuerdos de niño sanmiguelero (por ejemplo la visita de un sapo en la habitación de mis padres, o la muerte de una solitaria vecina cuyo cuerpo se lo encontró tres días después), hasta el cambio en el hábito del consumo del café en mi abuela (que lo tomaba tinto y fuerte, jamás admitió un expreso), o el whisky de mi abuelo que tenía que ser Jhonnie Walker. También están los relatos de la experiencia de subir al Puma, al Teleférico, o los datos municipales oficiales que ilustran la magnitud de cambio.

 Cómo habitamos una ciudad, cómo la construimos sin darnos cuenta mientras ella nos moldea con coqueto disimulo. Qué cambia, qué permanece. Qué nos hace ser paceños, qué se lleva el tiempo, y qué sorpresas nos trae cada vuelta al reloj. Ese es el libro que los invito a leer. Es, en el fondo, una provocación a mirarse en el espejo como seres urbanos que somos, mientras atravesamos el último puente, caminamos la plaza recién inaugurada, o nos comemos la última innovación de la salteña acompañada de limonada con leche. Ojalá disfruten esas letras.

(Publicado en Página Siete, 21-7-2021)

 

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