La ilusión del auto eléctrico

Desconfío de las entusiastas iniciativas de los políticos, y peor si van de la mano de ambiciosos empresarios. Un tiempo atrás, cuando en México se abrió la discusión sobre la legalización de la marihuana, uno de los principales impulsores era el expresidente de derecha Vicente Fox. No entendía, normalmente esa demanda venía de sectores progresistas, ¿por qué el exgerente de la Coca Cola devenido presidente abrigaba esa causa? Algunos amigos más suspicaces me explicaron que era un tema de negocios: ¿quién se encargaría de comercializar la droga una vez legalizada? Claro, las grandes empresas del tabaco que tienen instalada la producción y distribución de un producto similar. Puro business.
Hoy empieza a ser legítima, natural y conveniente la opción de cambiar los coches de gasolina por unos a electricidad. Pero ¿necesitamos más autos en las calles, así no contaminen tanto?
Me encontré en internet con un artículo brillante de quien tomo sus ideas y datos (“¡Por favor, no compres un automóvil eléctrico!”, de Rafael Prieto Curiel, se publicó en la página de Animal Político el 4 de octubre del presente). Rafael Prieto argumenta los problemas del automóvil eléctrico. Primero, el 70% de la contaminación que genera un coche no está en el uso que se hace del mismo sino en el proceso de fabricación (el litio, la elaboración de llantas, los plásticos, los múltiples materiales); es decir que, aunque estuviera parado o no necesitara energía para su desplazamiento, ya causó daño ambiental.
Segundo, ¿de dónde viene la energía eléctrica para que el cochecito se mueva? Prieto afirma que se la obtiene (62% a nivel mundial) mediante la quema de combustibles fósiles; dicho de otro modo, en algún lugar del planeta se está quemando algo -y por tanto contaminando- para desplazar el vehículo sin gasolina. La reconversión de la industria automovilística hacia la electricidad trae consigo la brutal necesidad de producir energía, eso implica, en Reino Unido 6 estaciones nucleares más, decenas de hidroeléctricas y termoeléctricas que, bien sabemos, contribuyen al cambio climático.
En tercer lugar, tener más vehículos en las calles conlleva una mayor inversión en avenidas, autopistas, estacionamientos y abonar a la sociedad del asfalto. Décadas atrás en México la solución para el transporte fue hacer los ejes viales y mejorar la Avenida Periférica (demoliendo casas y destruyendo barrios). Cuando quedaron saturados se construyó el segundo piso del Periférico, que hoy, diez años más tarde, está por colapsar otra vez y necesita ser ampliado (¿tercer piso?).
Toda iniciativa por mejorar el tráfico es paliativa, temporal y de rápida caducidad porque no puede competir con la cantidad de vehículos que anualmente se incorporan al mercado; y que se muevan con gasolina o con electricidad es un detalle en ese punto. El tráfico, el estrés, las horas perdidas dentro de un vehículo aumentarán y aumentarán.
Por último, ¿dónde se irán los autos antiguos? A América Latina. Llegarán miles más baratos que contaminen mucho y que circularán atiborrando por nuestras calles. Todos querrán tener un vehículo en la puerta como símbolo de estatus, y su sueño será fácil de cumplir. Las avenidas no darán abasto, se seguirá privilegiando el vehículo como el principal protagonista de la vida urbana.
En fin, soy un promotor de la bicicleta y tengo muchísima desconfianza de las ilusiones de esa tormenta que llamamos progreso (decía Benjamín) que vienen en boca de políticos -de izquierda o de derecha- y de empresarios. Ojalá que volvamos al transporte colectivo de calidad y a la bici que fue uno de los inventos maravillosos del siglo XIX.

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