Café La Paz
Después
de muchas vueltas por Buenos Aires, llego al Café La Paz. Es tarde, domingo, casi las diez de la
noche. No hay nadie, tímidamente
pregunto si todavía hay servicio porque no veo clientes, sólo unos mozos al
fondo de la barra que parecen charlar.
Me responden afirmativamente. Me
siento al lado de la ventana, viendo Av. Corrientes y la gente que a esa hora
todavía la transita. Saco los libros que
me acabo de comprar, dos compañías deliciosas: un cómic de Alberto Breccia que dibuja
historias de Ernesto Sábato, y el libro sobre los trucos del oficio
sociológico de Howard Becker; en suma, uno de mis autores consentidos y uno de
los historietistas que más me entretienen.
Me pido un expreso cortado (para dormir bien, como diría un amigo).
Buenos
Aires es la ciudad de los cafés. Cada
esquina tiene uno, con sus amplios ventanales que diluyen la distancia entre el
interior y el exterior. Dentro, uno se
siente afuera; afuera uno se siente dentro.
No es intimidad, tampoco vitrina, sino una especie de living –así, con
el significado en inglés- compartido. El
vidrio es una barrera real pero a la vez ficticia, te sientes parte de las
historias de quienes pasan cuando estás en la mesa, y parte de la conversación
cuando los miras desde la calle. Es otra
manera de construir la urbanidad. Cada
café con su personalidad, su presencia, su sabor. Y en todos ellos, el tradicional café con
leche y tres media lunas.
Por
eso, mientras paseo por las letras y los dibujos, también me dejo llevar por
las imágenes de la calle. Un africano –de
reciente migración según me cuentan- que vende cualquier cosa, una pareja que
sale del teatro, un hombre solo, un grupo de chicas que pasan haciendo ruido,
decenas de bicicletas que con bocinas toman la avenida –casi todas llevan una
luz roja en la parte trasera que parpadea como luciérnagas anarquistas que remarcan
su paso-.
Entre
tanto, se me viene a la memoria la canción 11
y 6 de Fito Páez: “durante un mes vendieron rosas en La Paz, presiento que
no existía nada más”. Entiendo mejor a
Fito: una pareja que ante el mundo, en un espacio especialmente público,
desaparece, abre un paréntesis, se siente sola, construye su propio universo en
el cual sólo existen los dos. Y también
recuerdo que hace años un amigo paceño me dijo que en esa canción más bien se
hacía referencia a un período en el que Páez habría vivido en la ciudad de La
Paz vendiendo flores, por supuesto estaba completamente perdido.
Los
libros, las melodías, las personas y la memoria consumieron mi tiempo, llegó la
hora de cerrar. Pido la cuenta, y antes
de partir me guardo una servilleta con el nombre del café impreso, fetiche que
me servirá de puente para rememorar lo vivido esta noche de domingo en Buenos
Aires.
Publicado en suplemento Ideas de Página Siete 31-abril-2013
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