La verdad en disputa

Si me pidieran resumir en una frase una de las principales dimensiones del último periodo del Gobierno de Evo Morales, diría que lo que lo caracterizó fue la sed del control total. Se empeñó en dominar y controlar los medios, la justicia, los órganos electorales, los sindicatos, las asociaciones, los intelectuales, etc. Todo debía pasar por la decisión y visto bueno del jefazo. Lo he dicho en otros textos: la sociedad se sometió al Estado, el Estado al partido, el partido al gran jefe. Por supuesto con un indiscutible respaldo popular (y con múltiples resultados positivos en varios ámbitos, también lo he dicho en otras ocasiones).

Pero el afán de control no solo se centró en las instituciones operativas de la política. Desde el principio, la intención fue inventar una nueva narrativa histórica. Lo más importante fue el enorme esfuerzo por imponer los parámetros con los cuales se interprete la realidad, y, por tanto, una lectura de la verdad.

Dicho de otro modo, lo que acontecía en la sociedad, cierto o falso, era refrendado o negado y comunicado -y por tanto certificado- desde el aparato estatal y paraestatal. Cualquier error, exceso, o abuso se paliaba desde el pulpo ideológico con notable desvergüenza; a la vuelta de las semanas, quedaba asentado, y meses más tarde, olvidado. Como el Gobierno dominaba el campo político e intelectual, no le resultaba difícil redefinir, desde el Palacio, lo cierto.

Luego de la renuncia de Evo, tras dejar de ser el eje en el campo político local y verse desnudo frente a unas elecciones desaseadas -por decir lo menos-, volvió a acudir al esquema de siempre, pero ahora en el ámbito internacional. Convenció a un sector de una izquierda dogmática urgida por encontrar alguna causa que apoyar en los andes.


Los dos pilares de su relato se concentraron en: la denuncia de un golpe de Estado y la defensa de que las elecciones no fueron fraudulentas. Otra vez el esquema era el mismo, poco importan los hechos, si hubo golpe o no, si hubo fraude o no; la historia sobra, lo fundamental es generar una narrativa dominante con cierto grado de coherencia que permita salir bien parados y dar certezas. Se trata de convencer, otra vez desde la política, que Evo fue una víctima sometida a un golpe y a una falsa acusación de fraude generada por la derecha radical.

La última arremetida internacional que sostiene que en octubre las elecciones fueron impecables -y que apantalla a ingenuos con estadísticas y apellidos rimbombantes-, pretende, nuevamente, imponer una verdad (todavía desconocida en sus detalles). Todo lo que pasó en aquellos intensos días se reduce a cálculos de probabilidades.


Lo lamentable del caso es que, como en el Gobierno de Morales no se construyeron instituciones independientes, autónomas y confiables, los bolivianos, emborrachados o confundidos en un mar de interpretaciones contrapuestas que solo entienden especialistas, tenemos que vivir pendientes de lo que se diga en una u otra acera de Washington, cuando el tema nunca debió salir de la plaza Abaroa. 

Es cierto que a estas alturas es muy difícil tener toda la información sobre la mesa respecto de lo acontecido en octubre, pero el peor consejo sería dejarse llevar por la interpretación tendenciosa de una posición política. Y menos por quienes en su historia han demostrado su capacidad de mentir. Ahora aplica bien lo que decía algún escritor novohispano: “De tan verdadera, la verdad se vuelve sospechosa”. O dicho en código popular: “En boca del mentiroso, lo cierto se hace dudoso”.

Publicado en El Deber el 11 de marzo del 2020. 

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