No MÁS Evo

Algunas de las elecciones pasadas he dado mi respaldo a Evo Morales, y siempre lo he hecho públicamente. Ahora, ante un clima oscuro, al menos tengo claro que no votaré por el MAS. Aquí algunas de mis razones.
Sé bien que una de las dimensiones de la política es saber mentir, engañar intentando que eso no traiga consecuencias electorales. No es nuevo. Pero algo de ingenua esperanza tenía cuando creí en la entereza del presidente. Evo aceptó el desafío del referéndum del 21 de febrero del 2016, yo confiaba en su olfato político y su relativa honestidad. Luego de que fuera derrotado y que buscara argumentos jurídica y políticamente eficaces, pero moralmente inaceptables para volver a ser candidato, me quedó claro que no es alguien en quién se puede confiar. Seguramente si en ese momento hubiera acelerado el relevo generacional -perdió la oportunidad-, hoy tomaría al nuevo candidato como una opción de voto. Pero no fue así.
Una segunda razón por la que no puedo apoyar a Morales es por su manera de ejercer la política y el escandaloso uso del Estado con fines personales y partidistas. Ha convertido el juego del poder en una lógica de amigo-enemigo destrozando toda posibilidad de diálogo, de diferencia, de disidencia. Para Evo solo hay amigos leales y sometidos que vean en él al “jefazo”, o enemigos. En esa lógica, prefiere que la población sea afectada antes que apoyar un proyecto sensato de algún contrincante. Su saña con la ciudad de La Paz es atroz, poco le importan los paceños, prefiere lastimar al gobierno local -incluso, por ejemplo, cobijar a los transportistas violentos- para eventualmente luego controlarlo, antes que el bienestar de la gente. Y el modelo que vemos en la sede de gobierno se refleja en todo el país.
En ese mismo sentido, Evo utiliza el Estado y todos los recursos (acarreo de funcionarios y amenaza si no quieren participar en sus eventos, uso de maquinarias y estructuras, medios de comunicación, manejo arbitrario de la justicia, etc.) para su beneficio sin pensar que son un bien público que les pertenece a todos. No hay una visión de Estado, más bien hay un partido que somete a la sociedad utilizando la estructura burocrática. Eso es exactamente lo que criticábamos a todos los gobiernos del neoliberalismo que hacían lo mismo (aunque con un poco más de disimulo). Recuerdo cómo el aparato parlamentario lo expulsó injustamente de la cámara de diputados en 2002, fue una barbaridad.
Todavía guardo en la memoria cómo el ministro de Goni, Carlos Sánchez Berzaín mandaba a pintar las paredes paceñas de negro con el lema “Evo no hagas más líos” en el 2003. Triste destino el de Evo, pasar de ser el niño golpeado del barrio al matón que repite las prácticas de los abusadores. En ese punto, como en tantos otros, no hay mucha diferencia entre Evo y lo peor de la derecha de antaño. Morales se parece cada vez más a aquellos contra quienes combatió en los noventa.
En tercer lugar, no puedo tolerar el tratamiento que hace Evo y todo su gobierno de las luchas por la democracia. Para él no hubo enfrentamiento contra la dictadura, movilizaciones, mártires, sacrificios.
No se da cuenta que él es un heredero de ese pasado, de esas lágrimas y sudores que prepararon el terreno para abrirle paso, y que, sin esas resistencias, jamás hubiera llegado donde está. No acepta que es un enano montado en gigantes que lo antecedieron. Esa ingratitud con la historia, refrendada en toda la retórica oficial, es vergonzosa.
Por eso y otras razones que expuse en otros textos, Evo Morales abandonó el “proceso de cambio”, y más bien se ha convertido en su principal opositor. Ha pasado de ser un impulsor de la libertad y la justicia social, a un militante de la sumisión y la disciplina. Está dispuesto a tirar por la borda todos los avances que se han logrado en mucho tiempo, por el capricho de quedarse abrazado del timón. Su ambición de poder ya no tiene límites.
El proyecto personal se comió al proyecto colectivo. Dicho de otro modo: la continuidad del proyecto progresista en Bolivia no está en la reelección de Morales, no hay que equivocarse ni dejarse llevar por la propaganda electoral.
Ahora bien, debo confesar que, como lo decía alguien en redes sociales, cada que escucho a la élite local hablar de la “dictadura boliviana”, de “Venezuela y Cuba en Bolivia”, o argumentos racistas que no voy a repetir, me dan ganas de desempolvar mi desteñida bandera azul. Pero no lo haré.

Publicado en El Deber el 27 de agosto del 2019.

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