Mezcal

Hugo José Suárez

De lejos, el mezcal es el trago mexicano que más me gusta. Se ganó su lugar por su aroma y por la sensación que te deja en la boca. Pero luego de un viaje a Oaxaca, quedo todavía más enamorado de esa bebida muy bien llamada espirituosa.
Voy a Matatlán, una pequeña población a menos de una hora de la capital de Oaxaca. Desde la entrada se nota la presencia del mezcal en la vida diaria. Las tiendas abundan en la carretera, y llegando al centro de la plaza con quien me ponga a hablar termino en el tema irremediablemente. Para empezar a estar a tono, me pido una nieve de tuna combinada con mezcal.
Caminando por una desolada calle, una señora se me acerca y me invita a visitar su “palenque”, así se les dice a los talleres o pequeñas fábricas familiares donde se produce la bebida. Camino unas cuadras y me sumerjo en un sorprendente mundo. En el patio de la casa, están las piñas de maguey siendo trozadas por un hombre que usa un hacha. Las recogieron de las montañas esos días. Me dicen que hay distintos tipos de agaves, desde el “espadín” que se lo puede sembrar y cosechar hasta el “tobalá” que es silvestre, se lo consigue en los campos por tanto es más escaso y más caro -hay que tener paciencia, pues algunos magueyes pueden tardar hasta siete años en crecer-. Luego se los entierra en un horno previamente calentado con piedras y abundante carbón. El agave dura cinco días bajo tierra completamente cubierto hasta cambiar de consistencia y color, y quedar listo para ser molido a través de una piedra de cantera en forma de rueda -movida por un caballo- que los tritura.  El paso siguiente son las tinas de fermentación donde permanece entre 5 a 15 días dependiendo del clima, y finalmente se ponen los trozos pequeños en un alambique de cobre donde, calentado a leña, se destila logrando que pacientemente, gota a gota, vaya saliendo el mezcal en un recipiente.
Pero ahí no termina el asunto. Falta la maduración -que dependerá de lo que se busca: reposado, añejo, joven-, y por último la comercialización, que es muy compleja porque no todos tienen una tienda ni vinculación estable con el mercado. A menudo los clientes de los consigue uno a uno.
Todo el proceso me lo explica el propietario del palenque -tomándose casi una hora de su tiempo-, que además es el dueño de casa y padre de familia. Mientras, sus hijos entran y salen y los nietos hacen lo suyo en el patio interior. El proceso dura alrededor de 20 días sin contar los años que tardan en crecer las plantas en la montaña. Cada fábrica artesanal involucra a unas 20 familias. Por supuesto que al final me hacen probar los distintos tipos de mezcal y me voy con varios litros en mi mochila –y unas copas en el cuerpo-.  
Quedó impactado con largo procedimiento, los años de espera, el tiempo invertido, el esfuerzo de tantas manos para lograr ese resultado. En Matatlán todos subrayan con orgullo lo artesanal de su producto, lo que queda fuera de duda luego de presenciar cada paso para conseguirlo.

A partir de ahora, cada que me tome una copa de mezcal –que será todavía más a menudo-, mientras el líquido impregne mi boca,  repasaré por mi memoria la detallada explicación recibida en esos días oaxaqueños; sentiré la fuerza con la que se corta el maguey, el calor de las piedras bajo la tierra que lo cuece y transforma, la piedra tirada por un caballo que lo tritura, su estancia en las barricas de madera esperando la fermentación y la mágica destilación que convierte el vapor en alcohol. Y repetiré la jocosa y sabia sentencia popular harto conocida en estas tierras: “para todo mal, mezcal, para todo bien, también; y si no hay remedio, litro y medio”.

                                                                                       Publicado en "El Deber" 8 de mayo del 2016 


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