Cuba entre el Che y Mick Jagger

Hugo José Suárez
En 1992 hice un viaje a La Habana. No conocía la isla, pero las evocaciones de la Revolución cubana impregnaban mi vida diaria: mi cuarto estaba empapelado de afiches del Che y Lenin y la música de la Nueva Trova penetraba mis oídos. Recuerdo escenas en mi dormitorio escuchando aquel fabuloso concierto en Nicaragua en 1983, luego del triunfo sandinista; acompañado de mi soledad, entre mis cuatro paredes cantaba las canciones de Silvio como si formara parte del público.
El caso es que recién en los noventa pude visitar Cuba. Era acaso el peor período de la Revolución, la Perestroika había hecho lo suyo en los ochenta y la caída del Muro de Berlín auguraba una pronta derrota del régimen de Fidel. En Miami corrían apuestas sobre los meses que le quedaban de gobierno al histórico líder.
Me impresionaron muchas cosas, empezando, por supuesto, por las espectaculares mujeres que abundaban en calles y plazas. Pero lo que vuelve a mi memoria es la fiesta de clausura de un curso de literatura latinoamericana en la Casa de las Américas, claro, los asistentes eran básicamente intelectuales.
A la hora del baile, infaltable en el país salsero por excelencia, todos salían a la pista. Lo curioso era que con las notas, los mozos dejaban las charolas a un lado y sacaban a bailar a las chicas más lindas de la noche que aceptaban con gusto. Terminaba la pieza, y volvían a las charolas y a ofrecer bebidas. Ese acto, impensable en México o en Bolivia, mostraba equidad en el baile, ahí lo que estaba en juego no era la posición social sino la competencia danzante.
Hoy la isla vuelve a jalonear mi atención con la visita de Obama y de los Rolling Stones hace unas semanas. Cuando empezó la lenta apertura e intercambio entre Estados Unidos y Cuba en el 2015, miré atento y con cautela el proceso. Siempre he pensado que con el bloqueo, si bien se golpeaba la economía del país caribeño, el imperio norteamericano perdía la oportunidad de imponer su cultura como lo hizo con toda América Latina; de alguna manera era un bloqueo en las dos direcciones.
La victoria de Estados Unidos hacia el continente no está solo en su intervención secreta en dictaduras o en las políticas internas, está además, en su capacidad de aplastar cualquier cultura nacional. En nuestros países todos quieren tomar Coca-Cola y viajar a Disney a darle la mano a Micky Mouse.
Con la apertura, Cuba tendrá la tentación de entrar en esa lógica, y si no van con cuidado, a la vuelta de los años  podremos viajar a La Habana a visitar un gran parque de diversiones y comer McDonald’s. Por eso me parece importante el concierto de los Rollings.
El régimen cubano debería aprovechar esta coyuntura para vincularse con lo mejor de la cultura anglófona, antes de que lo peor del país del norte toque sus puertas. La visita de Mick Jagger debería ser el inicio –o más bien la consolidación- de una relación de ida y vuelta, relación que por cierto tiene larga data.
Espero próximamente festivales de cine donde pasen todas las películas de Woody Allen o Tarantino; quiero que Bob Dylan cante en la Plaza de la Revolución y que en la televisión cubana se transmitan las mejores series de Netflix. Y de vuelta, que Silvio toque en el Central Park, que Padura dé conferencias en Columbia y que se haga un musical sobre Elpidio Valdés en Broadway. Que el puente entre las dos naciones se lo construya sobre los cimientos de lo mejor de la cultura de cada una, que sean sus representantes más progresistas los que consoliden nuevos lazos. Sólo así estaremos ante el inicio de algo nuevo y no frente a la debacle de uno de los proyectos sociales más prometedores del siglo XX.

Luego de ver a los Stones, me quedo con ese fabuloso grafiti en algún lugar de La Habana con la foto del Che –la más clásica tomada por Korda, donde está con la boina y la barba fina mirando al infinito-, con la lengua de Mick Jagger en la boca. Ahí está el nuevo camino de la Revolución. En suma, me debo un viaje por allá. Prometo cumplirlo más temprano que tarde.

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