Memorial 9/11
No es fácil
visitar un lugar cuya importancia está marcada por la tragedia. Las imágenes de lo que ahí pasó siguen
viniendo a la mente inevitablemente.
Recuerdo que aquella mañana, yo estaba trabajando cuando alguien dijo
“un avión se ha estrellado en una de las torres en Nueva York”. Parecía un mal chiste o un adelanto de una
película de ciencia ficción. Bajamos
todos a la sala donde había una pantalla gigante y pudimos ver en vivo el fuego
en uno de los edificios. De pronto,
apareció otro avión y lo vi, en “tiempo real”, estrellare en la segunda
torre. Mientras ardían ambas, uno de mis
colegas dijo “acaba de cambiar la historia de la humanidad”. A los minutos, la tele mostró el desplome de
uno de los íconos de la economía mundial como un castillo de naipes. No entendía nada; mi única certeza era ser
testigo de tiempos intensos y dramáticos.
Más de dos lustros
después me toca visitar nuevamente las Torres Gemelas, o más bien el espacio
vacío que dejaron aquellas edificaciones a las que subí en uno de mis primeros
viajes a Nueva York en 1992 –guardo algunas fotos de ese momento- y las mismas
que vi hacerse polvo por la pantalla.
Cuando llego, me
encuentro con un hombre que limpia con empeño un mural en la calle
lateral. Según cuentan, está siempre ahí,
tallando las letras que dicen “Nunca olvidaremos”. Todo indica que se quedó perdido en el
impactante momento; su cerebro se detuvo, como su espíritu, como el mural que
cuida. Sigue anclado en el 9/11.
En el Museo
Memorial que ahí se ha construido, luego de pasar por una minuciosa
auscultación y un detector de metales, me acerco a las fuentes que botan agua
hacia un abismo. Escuchando el agua
caer, leo algunos de los miles de nombres inscritos alrededor de las mismas:
Anthony, Ronald, Giovanna, Alexander, Gabriel, Jeffrey, James, Harper,
John... Casi tres mil personas de
noventa países distintos (el mayor, alguien de 85 años; el menor, de 2). Siento
los gritos, la desesperación, vienen a mi mente las personas tirándose por las
ventanas. Repaso todas las fotos que
alguna vez vi, y me da la impresión de estar escuchando el desastre, el terror,
la fatalidad. Y entre tanto, el agua.
Me siento
hermanado con cada persona que esa mañana entró a los edificios, como un día
más de trabajo, o como bombero tratando de lidiar con algo mucho más espantoso
que un incendio, algo que no sabían cómo administrar, algo a lo que jamás se
habían enfrentado. Pero también siento
el grito, el miedo, el llanto de los muertos en Hiroshima y Nagasaki, en
Vietnam, en el golpe militar en Chile, en el Medio Oriente, y tantos más,
causados por los gobiernos norteamericanos.
Y desprecio la guerra y el poder que la provoca.
En Nueva York todo
es espectacular, las dos torres lo fueron, también lo fue su destrucción. El 11 de septiembre del 2001, la ciudad que
nunca duerme, esa noche vivió su peor pesadilla.
(Publicado en El Desacuerdo, N. 20)
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