Tres lecturas y dos aprendizajes

Hace unas semanas me invitaron a evaluar lo sucedido en Bolivia en octubre-noviembre del 2019. El país está hoy en un escenario completamente distinto, la pandemia de Covid-19 removió demasiadas cosas y los actores políticos están jugando sus fichas en consecuencia. Todo puede pasar, la moneda sigue en el aire. 
Lo anterior no impide que debamos volver a aquellos acontecimientos, lo tendremos que hacer repetidas veces los próximos lustros, pues en buena medida ahí se cristalizaron varias tendencias que marcarán nuestro avenir. Creo que al menos hay que plantear tres posiciones explicativas y sacar dos enseñanzas analíticas.
La primera línea de interpretación es leer lo sucedido desde la teoría de la conspiración. Recordemos que, groso modo, esa orientación explica los hechospolíticos poniendo la atención a grupos que entre bambalinas, impulsan acciones desestabilizadoras. En el caso boliviano, esta explicación viene casada con la idea del golpe de Estado, el rol de los vínculos secretos de las élites políticas de la derecha con el gobierno estadounidense, con gobiernos conservadores de la región y sectores empresariales locales. 
El segundo eje analítico nos ofrece la teoría de los movimientos sociales. El responsable de la acción es un actor social que con su práctica disputa la conducción de la historicidad y remueve el escenario político. Así, Bolivia habría atravesado por el nacimiento de un nuevo movimiento social -que algunos llamarían las “pititas”- que, a pesar de su abigarrada constitución, efímera estructura y desmembrada conducción, tuvo el mérito de canalizar un malestar expandido. 
El “malestar boliviano” fue el que logró enfrentarse a una poderosa estructura de Estado muy bien armada e incluso pudo derrotarla. En esta perspectiva -que los más entusiastas apelarán a una “recuperación democrática”, lo que a mi entender es una sobreinterpretación y por tanto un error-, en octubre-noviembre nació y murió un movimiento social -resultado de la política del Estado Plurinacional- que no fue controlado y orquestado desde el MAS.
La última orientación es la teoría del poder. Desde ella se pone la atención en la capacidad de acumular un capital político, edificar instituciones sólidas, además de un líder carismático que orquesta, controla y tiene el monopolio del poder. El cambio sucede cuando el modelo de gestión política entra en crisis, sea por contradicciones internas o por factores externos, y deja de ser eficiente para mantenerse y reproducirse. Tras su fragilidad y disfunción, se derrumba con facilidad. En Bolivia, en parte es lo que sucedió, como lo he explicado en otro documento.
Las tres miradas son necesarias y ayudan a comprender mejor lo sucedido. Es un error querer jerarquizarlas o darle mayor peso a alguna; todas explican parte del cambio. Pero cada una requiere un estudio minucioso para entender realmente cómo sucedieron las cosas, y sobre todo, ninguna debe ser utilizada en código político.
Y ahí aparece el primer aprendizaje: pensar desde las ciencias sociales. Ya se ha dicho, pero vale la pena subrayarlo. Interpretar lo acontecido al calor de los intereses del campo político conduce a instrumentalizar el análisis viciando los datos y resultados. Nada más arriesgado y peligroso; la sociología tiene un siglo intentando sacudirse de los mandatos interpretativos (sean eclesiales, nacionalistas, partidarios, sindicales, etcétera).
La segunda enseñanza es utilizar los conceptos como resultado de un tiempo y un espacio, siendo muy cuidadosos en cambiar de contexto o de temporada. Por ejemplo, decir que en Bolivia hubo golpe de Estado -tesis sostenida por losintelectuales cercanos al MAS-, va de la mano del argumento de que el año pasado se dio una nueva “recuperación de la democracia” -idea de algunos cercanos al nuevo gobierno-. 
La dupla analítica que fue muy útil en los 80 -golpe y recuperación; dictadura y democracia-, perdió potencia y más bien se convirtió en argumento político de unos y otros. A casi 40 años de 1982, explicar el acontecer con esas categorías vetustas, es como querer desempolvar un vestido del armario de los recuerdos para ir a la próxima fiesta. No funciona. 
Por otro lado, hay que ser extremadamente cuidadosos en las generalizaciones que pueden llevar a errores garrafales. Me explico. Buena parte de la izquierda colonialista y ortodoxa internacional -que no la ecuménica y renovada- leyó lo que sucedió en Bolivia como el ascenso de la derecha creyente conservadora. Se comparó una y otra vez a Añez con Bolsonaro, y quizás la imagen que más circuló fuera del país fue la de la presidenta con la Biblia en mano en el Palacio recibiendo la banda presidencial de un militar. 
El error estaba en que en vez de leer el asunto religioso y político desde la complejidad interna del país, se lo hacía a partir de la experiencia brasileña. La trampa era que, como siempre pasa en los países pequeños, se hablaba de Brasil para explicar Bolivia. Es como estar en una cama elástica saltando con un elefante al lado: toda la atención va a ir para el peso pesado y desde ahí se dará cuenta de lo pequeño considerándolo como un anexo que responde sólo a la influencia del poderoso. Esa actitud colonial se filtró en muchos intelectuales que veían lo que querían, y metían todo lo que pasó en la nación muy compleja y contradictoria, en una gran ola conservadora latinoamericana. En suma, no explicaban nada, aunque el argumento sí servía para sensibilizar a ingenuos fuera del país. 
Considero que los procesos hay que leerlos en el contexto de sus países y tender cautos puentes analíticos si es necesario. Por ejemplo, mientras que muchas plumas se han activado para hablar de la nueva derecha latinoamericana -homogeneizando y aplanando diferencias-, nadie hizo una comparación fina entre el movimiento de Chile y el de Bolivia que no sólo se dio en los mismos meses sino que, es una hipótesis, tenían muchos más elementos en común que diferencias. 
Habrá que explorar esa idea, pero tengo la impresión de que el desencanto chileno y el malestar boliviano son primos hermanos; que la indignación frente al poderoso, la sed de democracia, la participación de jóvenes y tantos otros factores, fueron transversales a ambas naciones.
Por último. Todo acontecimiento es un desafío para la interpretación. Si a algo nos obliga lo sucedido en Bolivia, es a exigirnos pensar de otro modo, buscar nuevas categorías, frescas, imaginativas, autónomas y precisas. Sólo así podremos, al menos en parte, acercarnos a una lectura renovada de ese doloroso episodio de nuestra historia.

Publicado en El Deber el 05 de julio del 2020. 

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