1917


Hubiera querido escribir sobre la política boliviana, pero todo es tan previsible que da una flojera inmensa empeñarse en una tecla más: Áñez cada vez más parecida a Evo; Arce sin poder zafarse de la sombra de lo peor del masismo y sin el carisma -ni el aparato de Estado- de tu antecesor; Camacho diariamente confirmando que no es más que un adolescente sobreexcitado improvisando sus pininos en política; Mesa en una soledad que parece abandono. Lo único esperanzador la autorrepresentación de las naciones y pueblos indígena originario campesinos de Bolivia, una novedad que ojalá tenga algún impacto.

Mejor me detengo en el cine. Acabo de asistir a la película 1917 de Sam Mendes. Lo primero que vi del director inglés fue American Beauty, en 1999 y quedé impactado. Hoy vuelvo a su encuentro 20 años más tarde, y mi asombro es menor. A estas alturas es difícil ver otra película de guerras y esperar alguna sorpresa. Empiezo por las deudas.

El esquema narrativo es clásico: un héroe con una misión difícil y varios episodios en los cuales tiene que vencer impresionantes obstáculos. Nada nuevo, porque algo similar lo hizo Spielberg en Rescatando al soldado Ryan hace dos décadas. La travesía del personaje es demasiado larga, sin problema hubiera podido ahorrarse un par de hazañas que no le añaden nada a la cinta.

Me perturba una tensión mal resuelta: por un lado, el enorme esfuerzo por crear el ambiente del drama humano de la guerra y todos los recursos están puestos en mostrar la brutalidad de esas situaciones extremas, pero por otro lado, el soldado elegido se recupera con tal facilidad y rapidez de los golpes recibidos (desde la explosión de una bomba hasta una herida en el cráneo) que da la impresión de estar frente a un súper héroe invencible. ¿En qué quedamos? Es un soldado en una guerra atroz, o es un ser dotado de poderes extraordinarios que saldrá siempre bien parado sin importar las dificultades.

Lo que me parece notable -voy por lo que sí me gustó- es el trabajo de fotografía y la propuesta musical. La cámara es una delicia, va desde los detalles de las manos hasta los paisajes, sigue al personaje rodeándolo, envolviéndolo y provoca al espectador la sensación de que lo está acompañando. Se logra quebrar la relación pantalla-butaca: estamos juntos sufriendo, llorando, peleando. Impresionante, una sensación que pocas veces se la vive en el cine.

A la vez, cada momento está acompañado por melodías que son exactamente las necesarias. La intriga, la paz, el llanto, el miedo. Todo tiene notas que nos conducen a ese lugar mágico. Insisto: entramos en la historia; no vemos una película, la vivimos. En pocos filmes la fotografía está tan bien lograda y tan armónica con la música. El resultado de ese maravilloso diálogo es que nos permite penetrar en la experiencia desgarradora de la trinchera. Por la maestría en la dirección, la fotografía y la música, el filme merece un lugar en nuestro recuerdo (poco me importan los Óscares).

Fui al cine con mis hijas. Al salir de la sala, prosiguió la discusión de rigor intercambiando opiniones. Les recordé que, como bolivianos, no es necesario irse tan lejos para saber el espanto de las batallas. Un tiempo atrás vi Boquerón (Tonchy Antezana, 2015), y recordé las historias que mi abuelo me contó de su paso por la Guerra del Chaco.

Hay varias maneras de conocer el infierno. La guerra es uno de los caminos más directos.

Publicado en El Deber el 11 de febrero del 2020. 

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