Av. Busch 686

Son innumerables la historias que guarda esa casa, la de mis abuelos, ubicada en Miraflores, en La Paz. Es uno de los principales referentes de mi infancia. Todos los sábados los pasábamos ahí; mientras los padres jugaban y charlaban en el dormitorio principal, nosotros corríamos por cada uno de sus rincones. Conocíamos la terraza, el jardín, el solario, el comedor, la cocina. Pero había tres lugares prohibidos y dos de acceso accidentado: el escritorio de mi abuelo, que era fielmente cuidado por él mismo y con una llave que guardaba en su bolsillo; el “cuarto de pandora” de mi abuela, que era la habitación de mi padre cuando era niño pero reapropiada y reacondicionada por ella según sus usos y necesidades; el dormitorio de Plácida, la empleada doméstica, que siempre fue un misterio. Los dos territorios difíciles de llegar eran el garaje que también tenía llave y albergaba la ropa antigua de la época de gloria de la familia además de centenas de objetos, y el pequeño patio donde reinaban los dos perros pastor alemán que en la noche salían a cuidar el jardín.
Según contaba mi abuelo, en su pequeño escritorio se definieron algunas políticas de la nación, cuando conjuntamente con Barrientos y Ovando los tres generales ocupaban la vida pública del país. Cuando fue ministro y luego alcalde de La Paz, su oficina también fue intensamente utilizada, y, recuerda mi madre, en navidad los canastones de regalo llegaban hasta la puerta de la entrada. Luego en ese mismo lugar en diferentes momentos se reunió con políticos y periodistas. Ahí guardaba su biblioteca y los documentos de sus gestiones públicas, que ignoro dónde fueron a parar.
El nacimiento de Jesucristo que mi abuela armaba con empeño cada navidad ocupaba media sala, tenía niños dios de varios tamaños además de animalitos de diversas colecciones. Las comidas eran formidables, las guitarreadas largas y no había miembro de la familia que no compartiera alguna canción, desde los más grandes hasta los pequeños. La primera chimenea que vi encendida, fue en alguna de esas cálidas veladas.
En la dictadura de 1980, hubo temporadas cortas en las que nos refugiamos donde mis abuelos buscando protección. Recuerdo una noche que estábamos el cuarto que daba hacia afuera, se escuchaban tiros, todos nos agachamos, pasaron tanquetas por la avenida con potentes reflectores apuntando al interior de los domicilios. Pasó la luz por pegando en la pared del fondo, nosotros agachados. La televisión encendida sin sonido para ver noticias.
Cuando mataron a mi padre el 15 de enero de 1981, su cuerpo fue velado en el living. Cómo olvidar aquel día. Cuando llegué la puerta de entrada estaba abierta, mucha gente, todos de negro. Me recibió una tía que me condujo hacia el ataúd entre palabras de consuelo. Ahí vi el rostro de Lucho, destrozado, hinchado, entre llantos y flores. En esa sala conocí la muerte. Pasaron dos décadas y el turno le tocó a mi abuelo. También fue velado en el mismo lugar, el féretro apuntando a la misma dirección.
Tras la partida de mi abuelo la casa tuvo nuevo rumbo. No recuerdo cuándo fue la última vez que entré. El caso es que desde aquellos años, cada que voy a Bolivia de vacación, paso por la Av. Busch 686 y miro por fuera con nostalgia todo lo vivido. A veces sueño con alguno de los episodios del pasado.
La semana anterior me enviaron una foto devastadora tomada desde el teleférico en la que se muestra que la casa de mi infancia, aquella donde vivió y murió mi padre, aquella cuyo cada rincón ocultaba alguna travesura, está siendo demolida. Desde lo alto, entre escombros, techos caídos, muros a medias, recorrí visualmente lo que queda de cada una de las habitaciones, avivando las entrañas de mi memoria. El dormitorio de mis abuelos desde donde veíamos pasar tanquetas, la terraza de dónde tirábamos globos en carnaval, el escritorio que guardaba miles de cositas ahora perdidas, el jardín que tenía un bello cactus y un árbol de cereza.
Todo se fue. Vaya a saber qué se construirá en su lugar. Cuánta razón tenía Marshall Berman: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Menos el recuerdo.

Publicado en El Deber el 07 de Abril del 2019

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