El paso por una barbería
Hugo José
Suárez
Después de muchos años de desearlo y planearlo, ayer fui a una barbería. Tengo imágenes dispersas de cómo fui construyendo esa aspiración. Guardo en la memoria fotografías y escenas de películas que mostraban ese lugar con un sinfín de cositas, casi como juguetes, para atender la barba. Esas tomas antiguas en blanco y negro me dicen tanto: los asientos mullidos, el cuero para afilar la navaja, los perfumes, los grandes espejos. Siempre había querido entrar a ese mágico lugar, y recién ahora, poco antes de llegar al medio siglo de vida, satisfice mi anhelo.
Además, mi relación con la barba tiene su propia historia. Como llegué a la adolescencia huérfano de padre, no tuve un referente que me indicara cuestiones básicas sobre su afeitado o cuidado. Fui descubriendo todo en el camino, intuitivamente, cometiendo muchos errores y provocando algunas heridas. Cuando estaba alrededor de los quince años, el tema se volvió central en el colegio - por cierto horrendo: puros varones- donde todos nos mirábamos el rostro para encontrar algún indicador de hombría. La aparición de unos pelos era orgullosamente presumida, y su ausencia signo de debilidad y vergüenza. Era un contexto hostil donde el cuerpo y sus expresiones eran una constante afirmación de identidad. Pero mejor dejo la adolescencia -ya habrá ocasión para ocuparme de mis recuerdos perturbadores en el colegio San Ignacio- y paso a otra imagen.
Tengo
guardado un episodio extremo en la fabulosa película Color púrpura (Spielberg, 1985): es una pareja disonante de negros
en el mundo rural norteamericano, el violento y abusivo marido está siendo
rasurado por la esposa. La escena es fabulosa, el campo, la madera, el zaguán,
el paisaje. Él está sentado en la silla con la cabeza hacia atrás y el cuello
completamente expuesto. Ella, que guarda rencor acumulado, toma la navaja, la
pasa -lentamente, como quien se prepara para un sacrificio- por el cuero para
afilar y la resbala por la piel que tiene agua jabonosa escurriendo por el pescuezo.
En su rostro se siente la tensión que juega en su interior, la opción de dejar
que sus manos hundan un poco, sólo un poco, el afilado metal cortando la vena
principal del marido, provocándole la muerte en cosa de segundos. La tentación
la ronda, es el momento en el que el malvado cónyuge está en sus manos,
indefenso, como cordero antes de ser degollado. Es de las pocas ocasiones donde
ella tiene el control, y la vida del otro entre sus dedos.
El caso es, decía, que ayer fui a la barbería en Coyoacán. Llegué a ese templo de masculinidad jugando mi rol de varón. Me sentaron en una cómoda silla y empezó todo el ritual. Me preguntó la peluquera: “¿cómo quiere su barba?”, “como está pero más marcada y corta”, respondí sin muchas más indicaciones que dar. Primero usó una máquina eléctrica simple, de esas en las que se puede graduar el tamaño del cabello y que todos tenemos en casa. Pero luego se puso bueno. Me dio la vuelta de manera que no podía verme en el espejo, y quedé completamente en sus manos, frente a frente. Pasó por mi rostro una toalla caliente, luego cremas. Con la frialdad de un cirujano y el detalle de un pintor, tomó la navaja, fue pasándola por distintos lugares de mi piel, intercalado con aceites, olores y toalla caliente. Me miraba como quien mira un lienzo en plena elaboración de un retrato y continuaba con su fino trabajo. Al final me puso una loción de suave fragancia y me pasó el espejo para que vea su obra. Todo quedó perfecto.
Salí de la barbería satisfecho, un momento agradable, un deseo cumplido. Pronto volveré.
El caso es, decía, que ayer fui a la barbería en Coyoacán. Llegué a ese templo de masculinidad jugando mi rol de varón. Me sentaron en una cómoda silla y empezó todo el ritual. Me preguntó la peluquera: “¿cómo quiere su barba?”, “como está pero más marcada y corta”, respondí sin muchas más indicaciones que dar. Primero usó una máquina eléctrica simple, de esas en las que se puede graduar el tamaño del cabello y que todos tenemos en casa. Pero luego se puso bueno. Me dio la vuelta de manera que no podía verme en el espejo, y quedé completamente en sus manos, frente a frente. Pasó por mi rostro una toalla caliente, luego cremas. Con la frialdad de un cirujano y el detalle de un pintor, tomó la navaja, fue pasándola por distintos lugares de mi piel, intercalado con aceites, olores y toalla caliente. Me miraba como quien mira un lienzo en plena elaboración de un retrato y continuaba con su fino trabajo. Al final me puso una loción de suave fragancia y me pasó el espejo para que vea su obra. Todo quedó perfecto.
Salí de la barbería satisfecho, un momento agradable, un deseo cumplido. Pronto volveré.
Comentarios
Viste la película mexicana "LA MOSCA MALDITA", o "LA LLORONA", pelis (como dicen ahora y tu hija también) de la época de oro del cine mexicano. Estás muy lejos de cualquier cosa. Y lovaina en su tiempo fue un emporio de grandes pensadores. Tú no llegas ni a los tobillos de todos ellos.
Yo tampoco