Whatsapp

Hugo José Suárez


Hace más de treinta años, cuando dejé La Paz y me fui a estudiar a México, el medio de comunicación con mi madre y hermana era el correo postal y, eventualmente, una corta llamada telefónica de no más de 10 minutos cada quince días. La economía familiar no daba para más, el segundo de comunicación por el auricular costaba una fortuna; había que ser preciso y rápido, ahorrarse las vueltas y los sentimientos para concentrarse en la información sustantiva: nada de llantos o formalidades de etiqueta que robaban tiempo a lo indispensable. Además, claro está, había que comprar o rentar una línea a alguna empresa luego de un trámite largo y complejo; si no se lograba tenerla, había que prestarse el teléfono de un amigo generoso. Recuerdo que una vez falló la coordinación con los dueños del teléfono, me hablaron desde Bolivia cuando no había nadie en el departamento y yo estaba afuera escuchando el timbre de la llamada pero sin poder entrar para contestar. Fue desesperante.
Con el correo el ritmo era distinto, imprimía su propio sello al intercambio. Los periódicos llegaban una vez al mes con el respectivo retraso, y las cartas traían novedades sucedidas semanas atrás. A menudo yo enviaba casetes grabados con canciones, relatos, llantos para transmitir lo que vivía en la distancia.
Y bien, sabemos que todo eso quedó atrás. Primero llegó el correo electrónico: era difícil concebir que un texto pudiera llegar a su destinatario en cosa de segundos. Luego Facebook, WhatsApp, Twitter y cuanto cobija lo que se viene a llamar “red social”.
De todas esas posibilidades de comunicación en internet, quiero referirme a WhatsApp. Me asombra la rapidez y contundencia de los mensajes, que acompañados por imágenes predeterminadas o no, facilitan la comunicación. Pero además establece una complicidad -a menudo involuntaria- pues el emisor puede saber si su texto fue efectivamente enviado, recibido y hasta leído. Hoy es difícil ocultarse bajo el pretexto de “no me llegó tu carta”, de ahí nace la frase “me dejaste en visto” cuando, habiendo tenido acceso al mensaje, deliberadamente se guardó silencio.
Otra particularidad del WhatsApp es la comunicación colectiva. Sirve para todo. A estas alturas todos “pertenecemos” -queramos o no- a varios grupos: la familia ampliada, la familia pequeña, los padres del curso de mis hijas, mi grupo religioso de la adolescencia, mi promoción del colegio al que pertenecía a mis 18 años, los compañeros de la universidad, los que me invitaron a cenar este sábado, y muchos más. Al final del día, si no se controla la participación en colectividades, el celular termina por recibir unos cincuenta mensajes innecesarios y sin importancia, la mayoría de ellos son “caritas felices”, sonrisas, oraciones, aplausos o “me gusta”. Tanto se ha abusado de los grupos que han surgido reglas espontáneas para regular el uso.
A estas alturas es difícil explicar a las nuevas generaciones cómo le hacíamos para comunicarnos un par de décadas atrás, y sin embargo las cosas fluían. No sé si me gusta o no esta sensación de estar constantemente conectado o “disponible”, en ocasiones me perturba, pero también me facilita la vida.
No reniego del WhatsApp, lo uso regularmente y agradezco sus múltiples posibilidades, aunque mi protocolo de redacción epistolar todavía sea a la antigua: no pongo la fecha y el lugar en la primera línea pero empiezo con una frase formal y amable (estimado, querido, etc.), continúo con la narración respectiva del asunto que me convoca, cierro con una palabra educada de despedida (atentamente, saludos, abrazo) y concluyo con mi nombre. Nada de caritas o aplausos. Además, intento cuidar la ortografía, los acentos, los puntos y comas.
Tal vez estoy un poco desfasado, pero ya sabemos que la modernidad es el tiempo de los desencuentros: todos estamos atrapados en distintas redes.

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