Paseo Neoyorkino
1.
Guerra de almohadas
Camino
por la Quinta avenida hacia el sur hasta desembocar en Washington Square,
histórica plaza donde se gestaron parte de las luchas de los actores sociales
de los sesenta en Estados Unidos, donde la vida cultural siempre fue intensa y
transgresora. A lo lejos, alcanzo a ver mucha gente en el centro y plumas
flotando encima de ellos. No entiendo qué pasa. Me acerco y me encuentro con
policías detrás de una valla con un montón de almohadas destrozadas. Un pequeño
cartel da la información oficial sobre un evento del día anterior que, aunque
nada tiene que ver, parece explicar lo que sucede: "¿Qué está pasando
aquí? Estamos instalando nueva energía en el Arco de Washington. Gracias por su
paciencia". Doy unos pasos y termino de comprender, se trata de una guerra
de almohadas, una especie de carnaval de golpes juguetones entre conocidos y
desconocidos hasta dejar que el viento se lleve lo que queda de aquel objeto
que alguna vez sirvió para apoyar la cabeza y descansar. Mientras me alejo, me
cruzo con pequeños grupos de jóvenes que van, almohada en mano, a formar parte
de la fiesta. El juego de niños se trasladó a una de las plazas más importantes
de Nueva York.
2. Necrológicos
en los parques
Los
neoyorquinos tienen una particular relación con el uso del espacio público, una
mezcla de responsabilidad y propiedad. En varios parques y plazas, abundan las
bancas que fueron donadas o remozadas gracias a tal o cual familia, y claro,
como eso no puede permanecer en el anonimato, una placa se encarga de
recordarnos quién y cuándo lo hizo. Pero lo que más llama la atención es que, a
la vez, al menos en el Riverside Park, las placas son mensajes necrológicos en
honor de algún pariente informando su período de vida, el cariño de sus
dolientes y su relación con el parque. Así, por ejemplo, los hijos y amigos de
Jody Pope recuerdan cuánto los quizo, cuánto amó la vida y la ciudad de Nueva
York, o los familiares de Albert Marks (1919-1999) rememoran cómo el difunto
tomaba fotos, disfrutaba del canto de los pájaros y paseaba a los niños en ese
lugar. Al verlos, no puedo evitar el paralelo con las múltiples cruces en las
calles de colonias populares de la Ciudad de México, que según dice la
tradición popular, permiten a las almas un viaje en paz y marcan el punto de
partida de este mundo.
3.
Museo Metropolitano de Arte
Hay
muchas maneras de recorrer un museo. A mí, lo que más me gusta es, en vez de hacerlo
con agenda previamente definida, dejarme llevar por el instinto y el azar. Así,
introducirse a las salas implica dejar que la mirada, la sensación, sea la que
me detenga en una u otra pieza. Me siento en un laberinto al abrigo de lo
estético; dejo que las emociones me obliguen a la pausa o al andar, dejo que un
cuadro me exija tiempo frente a él o que otro me deje partir. Dejo, pensando en
Barthes, que el punctum construya mi
itinerario. La razón llega en un segundo movimiento, cuando leo los datos que
me contextualizan el cuadro y me permiten entenderlo mejor.
Tengo
así algunos gratos episodios, como cuando me encontré con Madonna and Child de Berlinghiero. Me quedé mirándola, no podía
desprenderme, sentía sus ojos clavados en los míos, sus manos me atraían, su
luz resplandecía, su rostro me encantaba, su presencia me hipnotizaba. No sé
cuánto tiempo quedé mirándola, o más bien no sé cuánto quedamos mirándonos.
Lo propio me pasó cuando fui a la sección del mundo islámico; recorrí
maravillado por tantos objetos, tantos detalles, tanta fuerza concentrada,
hasta que llegué a un ejemplar original del Corán. Me quedé quieto al frente,
disfrutándolo, como si entendiera algo de sus incomprensibles letras.
Hay
muchas maneras, decía, de visitar un museo. Yo disfruto de perderme en él como
cuando uno se adentra en una biblioteca sin saber qué terminará en sus manos.
Es un viaje de aventura, un viaje donde sólo hay que obedecer a los sentidos y
dejarse llevar por ellos.
Publicado en suplemento Ideas de Página Siete, 21/06/2015
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