Mandela Descafeinado

Muere Nelson Mandela y la avalancha de homenajes no se hace esperar. Todos quieren decir algo, hasta los que no tienen nada qué decir. Mandela muerto es reinventado, para unos fue un estadista, para otros un humanista, un luchador de los derechos humanos, un conciliador, un “líder universal”, y así hasta el cansancio.

Obama crea un Mandela a su conveniencia, lo propio los medios internacionales y hasta Shakira o el último usuario de "facebook" que pone en su "muro" alguna evocación particular. Pero convertirse en un lugar común a mí me despierta suspicacia.  Bien lo resume Slavoj Zizek: “Su gloria universal es también un signo de que en realidad no perturba el orden del poder global”.

Y en el mundo de las reinterpretaciones de un personaje público por excelencia, dirijo la atención a la lectura de Masimo Modonesi (La Jornada, 7-12-2013) que recuerda no los episodios del último Mandela sino del incansable y estratégico luchador social: “Era un hombre forjado en la izquierda sudafricana, un militante comprometido que, después de intentar el camino democrático de las movilizaciones de masas, se fue radicalizando en los años 60 y optó por la lucha armada, por la revolución como proceso insurreccional”. Y continúa Modonesi: “el movimiento encabezado por Mandela, el African National Congress (ANC), propugnaba y era expresión de una lucha de liberación nacional combinada a una lucha de clases y no desdeñaba tener en su seno un componente importante de comunistas que constituían la columna vertebral de la organización y destacaban por dedicación y formación política. En plena guerra fría Mandela era un terrorista, enemigo de los intereses norteamericanos y amigo de los gobiernos antiimperialistas, Cuba y Libia para poner ejemplos contrastantes”.

Cierto, Modonesi concluye que si uno analiza el conjunto de la vida política de Mandela, se puede decir que “fue sustancialmente un hombre de oposición, y no un estadista”. Confieso también que me siento más atraído por la imagen del luchador que por el Presidente. Se me tachará de anarquista, pero me seducen menos los estatistas que los activistas. Mis amigos que pasaron de militantes a ministros me han enseñado la dura lección de cómo el poder transforma las conciencias, los estilos, las formas. Nada más duro que batallar contra ese demonio que se instala dentro y que convierte al militante en funcionario de estado.


Entre tanta cosa, me quedo con el homenaje a Mandela que se le hace en la tradicional calle 125 de Harlem, en Nueva York. Es el barrio negro, temido en los noventa y resignificado en el nuevo siglo, que cambió el nombre de sus calles a luchadores sociales negros de la historia de Estados Unidos, y en cuyas aceras se venden productos de la cultura afro-americana. El famoso Teatro Apolo se pone de luto y anuncia en su luminoso letrero: "Él cambió nuestro mundo". Abajo al ras del suelo, de forma más discreta, alguien pega en la pared la fotocopia de una imagen de Mandela sonriente, le cuelgan collares y veladoras, agua y flores. Los negros neoyorquinos de Harlem bajan a Mandela de la tarima de los “grandes hombres de la humanidad”, rompen su estatua petrificada, lo sacan de las portadas de los periódicos más importantes del mundo y lo hacen suyo. Ahí, en esa lucha cotidiana, es donde Mandela se hace inmortal.
Suplemento Ideas de Pagina Siete (22-12-2013)

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