Los oscuros laberintos de la política
Tengo una larga relación con la política aunque ella
nunca me tuvo entre sus manos. Los
primeros recuerdos son aquellos de la dictadura, a finales de los setenta,
cuando mi padre era militante del Movimiento de Izquierda Revolucionara –hablo
del MIR entonces, no de la decadente “Nueva Mayoría” de los noventa- y yo, de
menos de diez años, lo acompañaba a algunos eventos, desde los lúdicos o épicos
hasta los dramáticos. Quizás por esa
impronta moral es que sólo en los últimos años empecé a descubrir nuevas dimensiones
perversas en el quehacer político que antes no podía observar. Me explico.
Cuando Evo Morales llegó a la Presidencia en el
2006, viví la emoción revolucionaria.
Luego de años el sueño se cumplía.
Encontré sentido a cientos de cosas, desde el asesinato de mi padre en 1981
hasta la última movilización urbana.
Todo cuadraba, la narrativa del Pachacuti también me tocaba, incluso
siendo un intelectual urbano clasemediero.
Mis mejores amigos se incorporaron al aparato de Estado
en sus distintos ámbitos. Me contagiaron
su entusiasmo. Pero los años fueron
pasando y el poder se apoderó de ellos.
Como mis retornos al país son esporádicos porque vivo en México, en cada
encuentro el escenario es distinto. Una
amiga me dijo alguna vez que cuando uno vuelve de vacaciones primero hay que
preguntar si quienes eran pareja siguen juntos antes de continuar una conversación.
En política es igual: los encuentros y desencuentros están a la orden y van tan
rápido que es imposible seguirlos cuando se vive lejos. Por eso en cada vuelta
me esperan sorpresas.
La más lamentable fue la ruptura de matrimonios
ideológicos que pensé que sobrevivirían al poder. No fue así.
Ahora cuando voy a Bolivia visito a todos por separado. Imposible volver a juntarlos ni siquiera
alrededor de una guitarra. Las diferencias se han convertido en odios, en
resentimientos, en palabras hirientes y caminos sin retorno. Quien es el bueno
y quien el malo, no lo sé, pero veo con ingenua melancolía que la amistad y la
cordura se esfumaron. Confieso que a veces esa situación me incomoda, pero a la
vez -finalmente soy sociólogo- me ha permitido observar otras dimensiones de la
política que antes no podía verlas con claridad.
Cuento esta experiencia personal porque gracias a
ella pude salir de mi romántica manera de creer en la política y entender sus
rostros ocultos. Ahora creo que al menos
hay que pensar en tres dimensiones para explicarla.
La primera–aquella con la que me inauguré- es la
utópica. Las ideas más nobles ocupan el epicentro de la
discusión y la práctica. Los valores son los que marcan el ritmo de la acción
pública, el análisis y la estrategia giran alrededor suyo. Es tiempo de
heroísmo y héroes, de morir por las ideas, de considerar traidor al que las
abandona o claudica.
La segunda es la del estadista. Cuando se está en ejercicio de poder las decisiones son cosa de todos los días. Se requiere una
agenda pública, un proyecto de desarrollo social, económico, administrativo,
cultural, que repose en una visión de Estado; una perspectiva a largo plazo y
una estrategia operativa para llegar a él. Ahí el que tiene la batuta es quien
tiene claro hacia dónde se debe guiar a la sociedad y cuáles son las acciones
concretas.
Finalmente, el pragmatismo del poder. Con el poder entre las manos, no sólo hay que tomar decisiones de largo aliento, sino que se
debe administrar lo mínimo y lo máximo de su ejercicio. Hay que jerarquizar,
nombrar ministros, repartir el poder en proporciones desiguales, formar un
grupo cercano y de confianza, exiliar a los amigos dudosos o muy críticos,
tener claro el juego de aliados y enemigos, de cercanos o arribistas, de
técnicos o militantes. Ahí hay que cortar cabezas, hay que serruchar al que se
descuida y cuidarse de todos, crear alianzas y equilibrios que permitan
gobernar.
Estas tres categorías no pretenden ser un juicio de
valor sino más bien un instrumento analítico, las tres son indispensables. El que
tiene éxito es quien sabe calibrarlas, no dejar que una coma a la otra, o más bien subrayar una o la otra en el tiempo correcto.
Si repasamos nuestra historia, sería fácil encontrar
quienes personifican de mejor manera cada una de estas dimensiones; y si nos
concentramos en períodos específicos podremos ver cuál fue el principio que guió
la acción. En suma, se acercan aires
electorales, será el tiempo del pragmatismo exacerbado, que es, seguramente, el
más perverso de los tres componentes de la política. Este es el mejor momento para estar afuera.
(Publicado en suplemento Ideas de Página Siete, 20-oct-2013)
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