Escribir siempre es un riesgo, es compartir lo íntimo. Los invito a la presentación de dos libros: Sueño ligero, memoria de la vida cotidiana y El nuevo malestar en la cultura. Comentarán Omar Rocha y Jimmy Iturri. Todo en la Sala Luis Bazoberry de la Cinemateca Boliviana (La Paz) a las 19:00 el jueves 13 de diciembre. Los espero.
Hugo José
miércoles, 12 de diciembre de 2012
viernes, 30 de noviembre de 2012
lunes, 26 de noviembre de 2012
Viaje al Líbano
Llegué tarde a un texto que hace rato me esperaba: Memoria de Líbano, de Carlos Martínez
Assad (Océano, 2003). Lo había buscado
en varias ocasiones, pero sólo di con él hace algunas semanas, en un paseo por
la librería El Sótano, en la Ciudad de México.
Son distintas las razones de mi deleite. Se trata de un relato íntimo,
familiar, analítico e histórico a la vez, del autor mexicano de origen
libanés. Es un largo cuaderno de viaje
donde Martínez Assad dialoga con su madre, con su abuelo, con aquellos
deliciosos recuerdos de las historias familiares donde sus antecesores
dibujaban un mundo mágico y fantástico que el autor, hijo y nieto, sólo pudo
descubrir físicamente años más tarde, en dos viajes que son la base del texto.
El viaje del escritor resulta entonces tanto un
desplazamiento físico hasta el país de su madre, como al laberinto de sus
sentimientos y recuerdos personales.
Cuanto más penetra en el Líbano, más se atraviesa él mismo. Es un movimiento territorial y emocional a la
vez, material y espiritual. Y entre
tanto, un escenario histórico que nos sitúa a quienes no conocemos el lugar ni
su pasado.
Martínez Assad se introduce así a la formación misma de la
identidad de los viajeros, o más bien de los migrantes, de aquellos que dejan y
vuelven, que se van sin olvidar. Esa
compleja manera de ser parte y no serlo a la vez, de estar constituido por
tantas capas culturales con fronteras que cuesta identificar. Por eso cuando cita a Maalouf, dice que él “se
considera a sí mismo el conjunto de varias identidades que hacen convivir su
ser libanés, árabe, francés y cristiano.
Surgen así variadas formas identitarias que confluyen en la vida
cotidiana, en la casa, en el templo, en la conversación, en el trabajo, en la
escuela, en el teatro o en el cine” (p. 155).
Pero Carlos saca provecho de la diversidad interna, no se
angustia, no se pierde, no se diluye; libera y se libera a partir de sus
propias tradiciones: “Hay que tener cuando menos dos mundos porque, de lo
contrario, se corre el riesgo de quedar encarcelado en uno de ellos” (p. 151). Y por eso de alguna manera la reflexión del
autor no se queda en la experiencia personal, sino que dibuja una situación
propia de estos tiempos, que en su caso son dos países pero que si alargamos el
sentimiento y tomamos en serio la idea de “cuando menos dos mundos”, podemos
ponerle mutiplicidad de contenidos. El
juego de las identidades, de la amplia gama de pertenencias se hace más
complejo, desde la profesión hasta la sexualidad.
Comentario aparte merece la propuesta visual. No pasa página sin una fotografía que, igual
que el texto, muestra tanto el exterior como el interior. Siempre he pensado que la foto es una manera
de desnudar el alma; aquí cada imagen lo comprueba. No se trata de un trofeo turístico, sino de
un encuentro entre la memoria y la imagen, entre la palabra del abuelo y la
vista del nieto.
En las últimas páginas, el autor narra el encuentro con la
familia de donde provenía el abuelo, la casa donde vivió y de donde partió
hacia México. El momento es conmovedor:
“Por arte de magia, la gente del
pueblo se entera de mi llegada y corre la voz porque sigue congregándose. La veintena de personas que se han
arremolinado en una de las terrazas encuentra la forma para dirigirse a mí con
palabras en cualquier idioma, volviendo siempre al árabe. Los nombres comienzan a fluir y se
contradicen entre ellos, pero finalmente se dirigen a mí: Salem, tu abuelo, fue
el mayor; después Youssef, luego Suleimán, Abdallah y, finalmente, Yamal, la
única mujer. Entiendo por qué se dice
que en ninguna otra parte sobrevive la antigua tradición de la hospitalidad
oriental como en Líbano. Las palabras
salen atropelladamente; los más viejos me tocan, me oprimen ambas manos, me
besan con júbilo en las mejillas, me ofrecen uvas y hay quien me las lleva a la
boca. Me dirigen algunos reclamos con
ternura porque muy pocos de la familia han visitado a esa extensa parentela. Recuerdan al tío Nazario y a la tía Bertha
Jazmín, porque vivieron y conocieron a muchos de los que ahora han muerto. Su calidez se expresa desordenadamente, sin
concierto. Traen más café y racimos de
uvas que van siendo depositados sobre la mesa; las hay blancas, rosadas,
oscuras y apenas es un muestrario de las veintiún categorías entre otras
amarillas, las redondas o alargadas, con o sin semillas” (p. 196).
Los cariños recibidos salpican la lectura. El viaje entero también invita a recorrer mi
propia manera de ser migrante, y de volver a mi tierra –Bolivia- de tiempo en tiempo,
repasando las emociones una y otra vez, sorprendiéndome en cada ocasión como si
fuera nueva. Por eso el texto de
Martínez Assad es intenso. No es un
libro de una aventura en medio oriente, sino una invitación a la intimidad, a
mirarse para adentro.
(Publicado en suplemento Ideas de Página Siete, La Paz, Bolivia, 25-11-2012)
lunes, 5 de noviembre de 2012
Insurgentes. Aciertos, deudas y excesos
Asisto con un gusto enorme a la
exhibición del filme Insurgentes de
Jorge Sanjinés en una de las elegantes salas del Museo de Antropología en
México. He escuchado comentarios tan
crispados sobre el mismo que la curiosidad me pica. Antes de la proyección, Benito Taibó,
escritor y directivo de la institución, presenta la película y se adhiere a la
lucha de los indígenas del mundo contra el neoliberalismo.
Al terminar la proyección, luego de los
aplausos respectivos del auditorio en pleno, mis sentimientos son
encontrados. Sin duda que es muy grato
encontrarse con una producción de esa altura. Con la falta que nos hace en
Bolivia tener películas que cuenten nuestra historia, y que podamos reflejarnos
en ella, no se puede si no aplaudir un esfuerzo como este. Se trata de un trabajo muy bien cuidado que
transita el tiempo con rigurosidad, salta décadas en cuestión de minutos y
transporta al espectador a episodios muy distantes sin descuidar el tránsito:
del siglo XVIII al XXI, del Chaco al Club de Golf de La Paz, y uno se siente al
interior de cada episodio. A pesar de
los vaivenes, la narrativa nunca confunde.
Sanjinés muestra su experiencia y construye un relato con idas y vueltas
llevándonos de la mano, los capítulos –aunque de distintas intensidades-
convocan a las emociones, a involucrarse con la historia. La fotografía es impecable –trabajo de Juan
Pablo Urioste-, saca provecho de lo espectacular del altiplano y construye
tomas que uno se pregunta cómo las logró considerando lo altamente urbanizada
que está La Paz (lo único que no entendí es el efecto de poner de cabeza un
edificio –creo que la Corte Suprema de Justicia- y darla la vuelta lentamente;
¿metáfora?, si es el caso, confusa). La
música –de Cergio Prudencio- muy adecuada, acompaña, despierta, conduce.
En otra dimensión, me complace la
intención de una relectura de la historia de Bolivia desde una posición
política. Sanjinés, como lo hace
siempre, toma partido. No es una
película neutra, por el contrario inventa una nueva lectura de la historia del
país, la reconstruye, hila los pedazos que considera importantes. Como lo hicieron otros creadores desde otros
soportes –por ejemplo la célebre Explicación
de mi país de Jechu Durán y el Taller Arawi-, el director recrea –con
límites y aciertos- la visión del país.
Su voz, que es la encargada del relato, reafirma el sello de autor.
Pero a pesar de mi encanto, encuentro
tres deudas que son imperdonables. En
primer lugar, Sanjinés retrocede en la propuesta comunitaria que lo había
caracterizado a lo largo de su obra. En Insurgentes la colectividad se diluye, y
básicamente se trata de una exaltación de los grandes héroes. La historia no la hacen los pueblos sino los
iluminados –en este caso, estrictamente indígenas-: Túpac Katari soñó a Evo Morales, en el medio
hay detalles que eventualmente tienen que ser nombrados, pero nada tan
importante como el vínculo entre el mito y el hombre. Ese es quizás el punto más débil de Sanjinés;
él que supo siempre salir de los discursos oficiales ahora cae en el lenguaje
teleológico del gobierno que se esfuerza en demostrar que la máxima “volveré y
seré millones” se hizo realidad con el ascenso de Evo al gobierno. Es muy comprensible que el mensaje oficial
tenga ese tenor, pero es inaceptable que alguien como Sanjinés quede prisionero
del argumento delirante de que la historia ya estaba escrita. La última escena, por ejemplo, es torpe y en
el límite evoca y refuerza el imaginario redentor del catolicismo: en el
teleférico de Cochabamba –que lo construyó el Manfred Reyes Villa con apoyo de
la élite local para subir al Cristo de la ciudad- montan al cielo los espíritus
de Túpac Katari, Bartolina Sisa, Zárate Willka y Gualberto Villarroel, y baja
de lo alto Evo Morales. Sanjinés olvida
que Evo no es nadie sin las comunidades que lo llevaron ahí, sin los millones
de bolivianos que pusieron su lucha en cientos de momentos. Que Evo lo olvide es parte de la naturaleza
del poder, pero un trabajador de la cultura no puede correr la misma
suerte.
Al mismo tiempo, jugando a hacer del
hombre una leyenda –y para ello mostrándolo como la encarnación de la profecía-
Sanjinés mata al Evo de carne y hueso.
Por eso se queda en el período de su llegada al gobierno –reproduciendo
su deslumbrante primer discurso que a todos nos hizo erizar el alma- en su
mejor momento, pero oculta los otros rostros –tan naturales como cualquiera-
del otro Evo. No muestra al hombre de
Estado, con sus luces y sombras, sus límites y aciertos, su lucidez y sus
errores, sus mezquindades y bondades. No
muestra al hombre en conflicto, al contradictorio, al que tiene que jugar el
juego del poder y transitar por sus oscuros laberintos. No hay lugar para las dudas, sólo para las
certezas. Sólo enseña al mito en su
mejor momento, lo que es, hasta cierto punto, una trampa, especialmente si se
presenta la película en el 2012, cuando ya han pasado varios años en los cuales
Evo ha mostrado múltiples facetas, como siempre, buenas y malas.
Pero lo más imperdonable son las
ausencias. La Revolución del 52 apenas se
la menciona. Los veinte años de
dictadura no aparecen jamás, ningún mártir de la dictadura es evocado. Para Sanjinés no existen Mauricio Lefebvre, Marcelo
Quiroga, los compañeros del 15 de enero del 81, Luis Espinal y los cientos de
personas que vivieron y sufrieron la dictadura.
No hay movilizaciones por la recuperación de la democracia, no hay
sindicatos mineros, huelgas de hambre, marchas y un largo etcétera. Sólo hay indios, es el único sujeto
históricamente válido. La insurgencia
parecería ser monopolio del mundo indígena. Cierto, ese no es sólo su pecado,
es parte del discurso oficial que ha construido un hueco en su lectura de la
historia y ha consumado la razón indigenista como la única razón legítima; pero
nuevamente, que eso sea parte de una construcción del relato oficial es comprensible,
que el cineasta se deje obnubilar por ese lenguaje de Estado es un error.
En fin, es sin duda una película que nos
dará mucho que hablar.
Publicado en suplemento "Ideas" de Página Siete (04/11/2012)
jueves, 1 de noviembre de 2012
Para no aburrirse este domingo
Este domingo 4 de noviembre saldrá en mi columna Sociología vagabunda, en el suplemento "Ideas" del periódico boliviano Página Siete, mi artículo crítico sobre la película Insurgentes de Sanjinés. Lo podrán leer en: www.paginasiete.bo (entrar a Suplemento "Ideas").
El mismo día, empieza el programa que estoy haciendo de entrevistas a bolivianos en México titulado: "México, un encuentro con el destino". Se transmitirá todos los domingos en Radio Deseo (Bolivia: FM 103.3; en Internet www.radiodeseo.com). El horario: La Paz: 10:30; México 8:30.
Finalmente, entré a la lógica del Tiwtter (no sé muy bien para qué, pero ahí estoy). Mi nombre es:
martes, 23 de octubre de 2012
Gregorio Iriarte. La misión de leer la realidad
Creo que fue en el 96. Yo volvía de un delicioso viaje en Europa –de
esos extraños y esporádicos regalos de la vida- y mi último puerto de despedida
era Madrid. Cuando estaba en la fila de
espera en el aeropuerto, me encontré con Gregorio Iriarte y Víctor Codina,
íbamos a tomar el mismo vuelo. Mi
admiración hacia ellos era –y por supuesto sigue siendo- enorme. Por ello, y seguramente por mi atrevimiento
juvenil, cuando llegué al mostrador pregunté qué asientos se les había otorgado
y pedí uno cercano, por lo que pude charlar en el largo viaje.
Años más tarde volví a ver a
Gregorio. Estaba haciendo mi tesis
doctoral sobre la agrupación Iglesia y Sociedad en América Latina, instancia de
la cual él fue un actor fundamental. Fue
muy grato encontrarlo en Cochabamba, tan sencillo y lúcido como siempre. Después le perdí la pista, lo leía cada que
me encontraba con su nombre en prensa, si mal no recuerdo el último artículo
suyo que pude ver fue el que dedicó a Mauricio Lefebvre.
Se puede decir mucho de Gregorio,
de hecho ya varias personas han comentado su partida y recordando su fructífera
vida, su compromiso, lucidez, pertinencia y consecuencia. Algún día me gustaría escribir algo sobre su
aporte sociológico, pero por ahora sólo quiero subrayar la importancia de su Análisis crítico de la realidad (entre
tantos títulos suyos). Su texto fue
publicado inicialmente en 1983 y se dice que hasta ahora tuvo 17 ediciones con
80.000 ejemplares. Imagino que no hay un
libro de ciencias sociales en Bolivia que haya alcanzado ese tiraje. El documento tiene sin duda muchos aportes,
pero uno de los que creo que hay que subrayar es que consolida la intención de
sacerdotes de explicar y comprender –como quería Weber- la realidad social, y a
partir de ella tomar postura religiosa.
Esta fue una de las inquietudes fundamentales desde los sesenta y el
nacimiento de la Teología de la Liberación en América Latina, lo que se
cristalizó en la fórmula teológico-pastoral “ver, juzgar, actuar”. Lo que está detrás es una idea de Dios en la
historia, y que la razón sociológica es una aliada –y no enemiga- para
comprender mejor la dinámica social y actuar en consecuencia.
Esta orientación por supuesto que
fue colectiva, no es casual que Mauricio Lefebvre funde la carrera de
Sociología en La Paz y que toda esa generación de sacerdotes haya incorporado
las ciencias sociales en su formación.
Gregorio supo plasmarla con originalidad en su obra, por eso su
trascendencia e importancia.
Es triste la partida de alguien
como él. Se apaga parte de un grupo de
religiosos que le apostó a Bolivia y que comprendió que el camino de Jesús tenía
que ver con la búsqueda de un mundo mejor.
Termino comentando aquella foto de 1979 –tomada por Alfonso Gumucio que
la reproduce en su blog- en una
manifestación de la Central Obrera Boliviana.
En ella aparecen Luis Espinal, Xavier Albó y al fondo, discreto casi
imperceptible, perdido entre la gente, Gregorio Iriarte. Todos pilares del cristianismo de la
liberación en Bolivia, y como siempre, innegablemente anclados en medio del
pueblo. Compromiso, análisis y fe,
parece ser la triada que ellos supieron bien construir. Esa es quizás su mayor herencia.
(Publicado en Página Siete, 23-10-2012)
lunes, 15 de octubre de 2012
Tres pájaros de un tiro: Serrat, Sabina, Calderón
Hace unos años
fui a ver a Sabina y Serrat al Auditorio Nacional de la Ciudad de México. Disfruté enormemente del concierto, como era
de esperarse. Pero después mi decepción
fue tremenda cuando en otra visita supe que Sabina aceptó la invitación a comer
de Felipe Calderón.
Más allá de mis
simpatías forjadas con los años y la vida, esta última vez que vinieron ya no
me esmeré en ir a verlos, y ahora me entero que, sin saberlo, tomé la decisión
correcta. Me informa el periódico que
entre su público estaba precisamente Felipe Calderón. Me molestaría mucho compartir el Auditorio
–así sea al lado de miles de almas más- con tal personaje, y sobre todo me
cuestiona el contenido light que ha
devenido el mensaje de antaño de dos íconos de la canción crítica. Algo similar sentí cuando, luego de la muerte
de Mario Benedetti, en la fila de espera antes de llegar a la ventanilla de un
banco, vi una publicidad -de esas que reproducen banalidades hasta ser atendido
por un funcionario- que mencionaba al poeta uruguayo. Pero volviendo a la presencia Calderón ¿Será
que el mensaje de Sabina y Serrat ya no es el mismo? ¿Dejaron de ser los
artistas desafiantes del poder y críticos del autoritarismo (religioso y
político)? ¿Qué significa que las autoridades de la derecha católica
latinoamericana formen parte de su auditorio? ¿Hasta dónde han ampliaron su
público y a qué costo?
En fin, se me
criticará de intolerante, y tal vez tengan razón, pero prefiero al Sabina que
en el 92 gritó en su concierto en el DF: “con el Tratado de Libre Comercio les
podrán robar todo, pero no permitan que les roben el mes de abril”; o al Serrat
que vi en Bolivia a mediados de los noventa cuando escucharlo era motivo de esperanza. Por supuesto, en todos los casos, el público
era otro. Prefiero verme como estudiante
de sociología disfrutando de alguien con quien sé que comparto algo –un
horizonte crítico, o algo así…-, que como público descafeinado veinte años más
tarde que comparte la sala con las autoridades panistas. Cuestión de gustos, supongo.
miércoles, 10 de octubre de 2012
Columna en Página Siete (7-10-2012) (cada tres semanas)
Sociología
vagabunda. Volver a empezar
Tengo
una relación itinerante con la escritura en prensa. Tuve una
columna que nombré Intervenciones. Luego cambié a una otra propuesta: Sueño ligero. Cuando la informática tocó mi puerta
complementé la publicación con el blog
del mismo nombre y el subtítulo “un espacio para soñar”. Pero como todo ciclo, este llegó a su fin, y
empieza otra etapa.
Cada
momento estuvo marcado por alguna circunstancia particular; en esta ocasión, lo
que sella mis letras es mi ausencia: hace ocho años que dejé Bolivia –aunque
ella no me dejó a mí-, y desde entonces descubrí que partir es una manera de
morir, dejar que “tu mundo” transcurra sin ti, se transforme, se acabe y
renazca en nuevas formas cada vez más ajenas.
Pero es un morir a medias porque las visitas esporádicas reaniman las
sensaciones de pertenencia. En este
juego también los sueños hablan, en ellos la memoria, acompañada por la
nostalgia, es quien dirige las escenas, yo quedo al margen, saboreando en la
madrugada el paso del recuerdo. Por eso,
decía, esta columna alimentará uno de los vasos comunicantes que mantengo con
el país, una manera de subsistir “contigo en la distancia”. Y recuerdo a Carlos Fuentes: “uno comienza a
escribir para vivir. Uno acaba
escribiendo para no morir”.
Sociología vagabunda, así se llamará este nuevo
espacio. Se tratará de un lugar donde
puedan circular ideas filtradas por el lente sociológico, pero tan libres como
sólo el vagabundaje lo permite. La idea
la retomo de Howard Becker, quien en el prólogo de su libro Cómo hablar de la sociedad. Artistas,
escritores, investigadores y representaciones sociales (2009) reflexiona
sobre su insistencia en observar cine, literatura, documentales, fotografías,
etc. y en ellas encontrar el “problema social”. Se trata entonces de fijar la mirada en la
observación tanto de la vida cotidiana, como de las
producciones culturales que atraviesan por mis manos en distintos soportes, y
comentarlas intentando descifrar en ellas las formas de lo social que tienen
inscritas. Aquí la
libertad y el deseo regirán las letras. No
buscaré presentar resultados acabados, sino procesos, ideas, intuiciones. Privilegiaré las preguntas más que las
respuestas; las reacciones, las dudas.
Por eso me dejaré llevar por el teclado. Escribiré sobre una película, un encuentro en
el metro, un concierto, un coloquio, una canción, una conferencia, un cómic o
una novela. Todo lo que me invite a
dedicar unas líneas, y que valga un tiempo frente a la pantalla. Aquello que se queda a medias, esas ideas
sueltas y a menudo anárquicas sobre el último libro leído, o la melodía que me
transporta a la infancia.
Y vuelvo a Fuentes: escribiré “con apremio porque
mi ausencia se convirtió en un destino”.
Se levanta el telón.
viernes, 14 de septiembre de 2012
miércoles, 12 de septiembre de 2012
viernes, 7 de septiembre de 2012
martes, 4 de septiembre de 2012
lunes, 3 de septiembre de 2012
Sociología: una invitación a la imaginación
Juan Villoro escribe un artículo, “Letra
pequeña” (Reforma, 24-08-2012) donde cuenta la trayectoria de un amigo
suyo que por afinar la vista primero se dedicó al ping-pong y terminó siendo
redactor de la letra chica de los contratos legales, aquel mañoso laberinto que
nadie lee y que determina la vida de todos.
De él dice Villoro: “Mi antiguo rival de
ping-pong estaba condenado a leer en forma literal; no podía divagar ni
malinterpretar. Esclavo de la letra, Aquiles debía seguirla a pie
juntillas. Agradecí los muchos párrafos que no he entendido, los libros
en los que me salté partes, las ocasiones en las que me distraje para continuar
la historia por mi cuenta o suponer que todo sucedía al revés. El que lee
una novela no depende de las letras sino de lo que cree que dicen. El
placer de interpretar proviene de ese desacuerdo esencial”.
Me quedo con esa deliciosa invitación
subversiva. Un buen texto es el que despierta la imaginación. Las mejores
letras son las que invitan a la disidencia, a la trasgresión, a la
reinterpretación. Y si hacemos el paralelo sociológico, el compromiso es
todavía más contundente: honrar a un gran autor no es repetirlo, anquilosarse
en él, sino reinventarlo. Una buena obra no es la que encuadra, sino la
que libera. La mejor sociología es la que despierta la imaginación. Nada
nuevo y siempre cierto. Ya lo sugería C.W. Mills.
viernes, 24 de agosto de 2012
Ausencia
En
el laberinto de la ausencia.
No
me angustia, recuerdo a Paz:
“Ya
lo sabes: eres carencia y búsqueda”
lunes, 30 de julio de 2012
Partida de Pablo García
La semana pasada tuve la triste noticia de la muerte
de Pablo García. Fue muy sorprendente,
había recibido un correo suyo hace tres semanas enviándome la versión final de su
texto para nuestro segundo libro, y la próxima semana que voy a Buenos Aires,
tenía planeado verme con él para seguir coordinando cosas.
A Pablo lo conocí hace tres años, me lo presentó
la querida amiga Verónica Zubillaga.
Estábamos organizando el primer coloquio El malestar social y las angustias de existir, que trataba de ser
un espacio para reflexionar sobre las dinámicas de la sociedad actual desde
distintos puntos de vista, y Verónica sugirió ampliamente que invitemos a
Pablo. Fue un descubrimiento muy
grato. En el encuentro presentó una
lúcida ponencia que abría la primera sesión: “La mirada de los otros:
subjetividad y sufrimiento”. Confieso
que me sentí impresionado. Desde su
visión de filósofo, Pablo construía una discusión clara y elegante sobre el
sufrimiento personal y social. Su
economía de la palabra iba acompañada de su lucidez; en pocas páginas -transitando
por autores clásicos- nos invitaba a una reflexión existencial compleja, pero
accesible, práctica poco común en filósofos y que agradecemos los
sociólogos. Este primer texto se publicó
en nuestro libro colectivo El nuevo
malestar en la cultura.
El pequeño grupo promotor del coloquio se
constituyó rápidamente, y Pablo se convirtió en uno de los pilares. Quedó claro que el encuentro “sabía a poco”,
o mejor dicho, abría una agenda amplia de discusión que no se podía agotar en dos
días. Comenzamos así dos ideas: la
creación de un laboratorio internacional de investigación y continuar regularmente
con nuestros intercambios. Al año
siguiente, volvimos a la misma tarea: el encuentro se llamó La incertidumbre y las estrategias de
sentido. Pablo presentó otra
ponencia: “Estrategias de sentido, capacidades dialógicas y tecnología”. Nuevamente hacía gala de su capacidad de
tránsito entre la construcción del argumento filosófico y la observación de los
problemas empíricos de la sociedad. Por
último, el año pasado repetimos la aventura, el coloquio ahora reflexionó sobre
el tema de la Creatividad cultural y social
emergente; Pablo como siempre participó con su reflexión, ahora titulada “Escrito
en el cuerpo: el cuerpo como registro de la memoria del sufrimiento”.
El involucramiento de Pablo con el proyecto
intelectual en curso fue mayor, los tres libros fruto de los coloquios tienen
un capítulo suyo, y decidió asumir la coordinación del cuarto a llevarse a cabo
en Argentina, precisamente en agosto del presente. Los caprichos de la vida, siempre
incomprensibles, no lo permitirán.
Les decía que la última comunicación de Pablo
fue hace unas semanas enviándome su artículo para el libro La incertidumbre y las estrategias de sentido que próximamente será
publicado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM; él era uno
de los coordinadores generales de la obra.
Voy a proponer que el libro sea dedicado a su memoria. Pablo ya no nos acompañará, pero seguiremos recordándolo;
sus escritos y entusiasmo seguirán siendo alimento para continuar empujando
este carruaje de las ideas que él supo bien impulsar. Descanse, Pablo Sebastián García, descanse en
paz.
Hugo José Suárez
viernes, 27 de julio de 2012
Anarquía de Raúl Soruco
Luego de visitar el mercado de un pequeño pueblo de Oaxaca,
vamos al taller de Raúl. Nos muestra su
último grabado, la “A” de la anarquía.
Trazos negros, desordenados pero armónicos, sobre un fondo rojo
uniforme. Metáfora y homenaje a la
tradición de cuestionar el poder en todas sus formas y excesos. El pintor aquí retoma una trinchera, denuncia
y crea, cuestiona y sueña. Y nos regala
una de las seis impresiones numeradas.
Antes de partir, Raúl Soruco sentencia: “no vayan a ponerle marco,
clávenla en una pared”.
martes, 26 de junio de 2012
Viaje al Líbano
Llegué tarde a un texto que hace rato me esperaba: Memoria de Líbano, de Carlos Martínez
Assad (Océano, 2003). Lo había buscado
en varias ocasiones, pero sólo di con él hace algunas semanas, en un paseo por
la librería El Sótano, en la Ciudad de México.
Son distintas las razones de mi deleite. Se trata de un relato íntimo,
familiar, analítico e histórico a la vez, del autor mexicano de origen
libanés. Es un largo cuaderno de viaje
donde Martínez Assad dialoga con su madre, con su abuelo, con aquellos
deliciosos recuerdos de las historias familiares donde sus antecesores
dibujaban un mundo mágico y fantástico que el autor, hijo y nieto, sólo pudo
descubrir físicamente años más tarde, en dos viajes que son la base del texto.
El viaje del escritor resulta entonces tanto un
desplazamiento físico hasta el país de su madre, como al laberinto de sus
sentimientos y recuerdos personales.
Cuanto más penetra en el Líbano, más se atraviesa él mismo. Es un movimiento territorial y emocional a la
vez, material y espiritual. Y entre
tanto, un escenario histórico que nos sitúa a quienes no conocemos el lugar ni
su pasado.
Martínez Assad se introduce así a la formación misma de la
identidad de los viajeros, o más bien de los migrantes, de aquellos que dejan y
vuelven, que se van sin olvidar. Esa
compleja manera de ser parte y no serlo a la vez, de estar constituido por
tantas capas culturales con fronteras que cuesta identificar. Por eso cuando cita a Maalouf, dice que él “se
considera a sí mismo el conjunto de varias identidades que hacen convivir su
ser libanés, árabe, francés y cristiano.
Surgen así variadas formas identitarias que confluyen en la vida
cotidiana, en la casa, en el templo, en la conversación, en el trabajo, en la
escuela, en el teatro o en el cine” (p. 155).
Pero Carlos saca provecho de la diversidad interna, no se
angustia, no se pierde, no se diluye; libera y se libera a partir de sus
propias tradiciones: “Hay que tener cuando menos dos mundos porque, de lo
contrario, se corre el riesgo de quedar encarcelado en uno de ellos” (p. 151). Y por eso de alguna manera la reflexión del
autor no se queda en la experiencia personal, sino que dibuja una situación
propia de estos tiempos, que en su caso son dos países pero que si alargamos el
sentimiento y tomamos en serio la idea de “cuando menos dos mundos”, podemos
ponerle mutiplicidad de contenidos. El
juego de las identidades, de la amplia gama de pertenencias se hace más
complejo, desde la profesión hasta la sexualidad.
Comentario aparte merece la propuesta visual. No pasa página sin una fotografía que, igual
que el texto, muestra tanto el exterior como el interior. Siempre he pensado que la foto es una manera
de desnudar el alma; aquí cada imagen lo comprueba. No se trata de un trofeo turístico, sino de
un encuentro entre la memoria y la imagen, entre la palabra del abuelo y la
vista del nieto.
En las últimas páginas, el autor narra el encuentro con la
familia de donde provenía el abuelo, la casa donde vivió y de donde partió
hacia México. El momento es conmovedor:
“Por arte de magia, la gente del
pueblo se entera de mi llegada y corre la voz porque sigue congregándose. La veintena de personas que se han
arremolinado en una de las terrazas encuentra la forma para dirigirse a mí con
palabras en cualquier idioma, volviendo siempre al árabe. Los nombres comienzan a fluir y se
contradicen entre ellos, pero finalmente se dirigen a mí: Salem, tu abuelo, fue
el mayor; después Youssef, luego Suleimán, Abdallah y, finalmente, Yamal, la
única mujer. Entiendo por qué se dice
que en ninguna otra parte sobrevive la antigua tradición de la hospitalidad
oriental como en Líbano. Las palabras
salen atropelladamente; los más viejos me tocan, me oprimen ambas manos, me
besan con júbilo en las mejillas, me ofrecen uvas y hay quien me las lleva a la
boca. Me dirigen algunos reclamos con
ternura porque muy pocos de la familia han visitado a esa extensa parentela. Recuerdan al tío Nazario y a la tía Bertha
Jazmín, porque vivieron y conocieron a muchos de los que ahora han muerto. Su calidez se expresa desordenadamente, sin
concierto. Traen más café y racimos de
uvas que van siendo depositados sobre la mesa; las hay blancas, rosadas,
oscuras y apenas es un muestrario de las veintiún categorías entre otras
amarillas, las redondas o alargadas, con o sin semillas” (p. 196).
Los cariños recibidos salpican la lectura. El viaje entero también invita a recorrer mi
propia manera de ser migrante, y de volver a mi tierra –Bolivia- de tiempo en tiempo,
repasando las emociones una y otra vez, sorprendiéndome en cada ocasión como si
fuera nueva. Por eso el texto de
Martínez Assad es intenso. No es un
libro de una aventura en medio oriente, sino una invitación a la intimidad, a
mirarse para adentro.
jueves, 24 de mayo de 2012
Biquini en el C.C.U.
Cuenta Juan Villoro que Ibargüengoitia
sugería que cuando las ideas no bajaban al teclado había que salir a caminar y
tomar aire. Me tomo en serio la
invitación y dejo mi cubículo en el Instituto de Investigaciones Sociales de la
UNAM rumbo al Centro Cultural Universitario.
Llego al restaurante Azul y oro,
está vacío, puedo escoger la mejor mesa que equilibre vista a los paseantes,
suave compañía del sonido de la fuente y sombra. Pido mi café expreso cortado y comienzo la
lectura de los avances de una tesis de doctorado sobre sociología de la familia,
y otra que aborda el tema de la perspectiva de género y el aborto en México.
Sumergido en mis textos, sólo
me distrae un motociclista que pasa irrumpiendo el espacio de peatones –lo que
siempre me enerva-, y un grupo de teatro que ensaya dando eventuales gritos
frente a la elegante pared que con letras grandes y doradas dicen: “Foro Sor
Juana Inés de la Cruz”, “Teatro Juan Ruiz de Alarcón”. Hasta aquí todo perfecto. Cultura, café,
discreto silencio.
No sé por qué, me traiciona un
instinto y levanto la vista. Pasa caminando
un grupo de jóvenes, todos en traje de baño, las mujeres en biquini y zapatos
con tacones altos. Por supuesto que se alborota mi lectura. En ese espacio que tanto he recorrido he visto
niños, adultos, bicicletas, patines, señoras, sillas de ruedas, extravagancias
y elegancias, pero biquinis jamás.
Intento, sin mucho éxito volver a las letras, pero el grupo, ahora
separado en triadas, vuelve a pasar.
Pido la cuenta, cierro mis
libros convencido de que no vencerán la batalla contra la exposición de los
cuerpos y me dispongo volver a mi cubículo, donde seguro no tendré ese tipo de
interrupciones. En mi camino, vuelvo a
verlos, ahora dispersos, cada uno apoyado en alguna baranda o en los árboles al
lado de la sala Nezahualcóyotl, como si me estuvieran persiguiendo y fuesen
fruto de mi imaginación. No me aguanto
la curiosidad y pregunto a una de ellas –entre otras cosas para constatar que
no es un sueño-: “¿disculpa, de qué se trata?”, “es un ejercicio de actuación”,
me responde. Claro, en el camino paso
por el Centro Universitario de Teatro y todo adquiere sentido.
Como fuera, seguiré más a
menudo la recomendación de Ibargüengoitia, parece que tenía razón.
Hugo José Suárez
IIS-UNAM
Publicado en: http://registropersonal.nexos.com.mx/?p=3161
(14-mayo-2012)
jueves, 17 de mayo de 2012
Conferencia Religiones Populares Urbanas
Mañana viernes 18 daré una conferencia titulada Religiones populares urbanas, en el marco del Seminario Cultura y representaciones coordinado por Gilberto Giménez y Guillermo Peimbert. Expondré los resultados de la investigación que llevo a cabo sobre las formas religiosas en la colonia El Ajusco, en el Distrito Federal. Será a las 10:30 en el IIS-UNAM. Quienes no puedan asistir, se transmitirá por webcast en: www.webcast.unam.mx.
sábado, 12 de mayo de 2012
Una nueva etapa: sociología vagabunda
He
tenido distintos ciclos en mi relación con la escritura regular en medios. Durante varios años tuve una columna
periodística que nombré Intervenciones. Luego cambié a un semanario con una nueva
propuesta: Sueño ligero. Cuando la informática tocó mi puerta
complementé la publicación con el blog
del mismo nombre y el subtítulo “un espacio para soñar”. Pero como todo ciclo, este llegó a su fin, y
empieza otra etapa.
Sociología vagabunda, así se llamará este nuevo espacio. Se tratará de un lugar donde puedan circular
ideas filtradas por el lente sociológico, pero tan libres como sólo el
vagabundaje lo permite. La idea la retomo de Howard Becker, quien en
el prólogo de su libro Cómo hablar de la
sociedad. Artistas, escritores, investigadores y representaciones sociales
(2009) reflexiona sobre su insistencia en observar cine, literatura,
documentales, fotografías, etc. y en ellas encontrar el “problema social”. Se trata entonces de fijar la mirada en la
observación tanto de la vida cotidiana, como de las
producciones culturales que atraviesan por mis manos en distintos soportes, y
comentarlas intentando descifrar en ellas las formas de lo social que tienen
inscritas.
Pero
como lo había anticipado, aquí la libertad y el deseo regirán las letras. Será todo lo contrario a algunas
publicaciones científicas cuyos estrictos procedimientos a menudo inhiben la
imaginación sociológica. Recordando a
Pierre Bourdieu, no se buscará presentar resultados acabados, sino procesos,
ideas, intuiciones. Se privilegiarán las
preguntas más que las respuestas; las reacciones, las dudas.
Por
eso me dejaré llevar por el teclado.
Escribiré sobre una película, un encuentro en el metro, un concierto,
una canción, un cómic o una novela. Todo
lo que me invite a dedicar unas líneas, y que valga un tiempo frente a la
pantalla. Aquello que se queda a medias,
esas ideas sueltas y a menudo anárquicas sobre el último libro leído, o la
melodía que me transporta a la infancia.
Pero
a la vez, la fotografía estará en el centro.
Retomaré las iniciativas de hace algunos años donde reproducía
fotografías con textos en un diálogo armónico, o los contrastes de imágenes de
culturas distintas. En suma, volveré a
la imagen como una manera más de expresar y de pensar.
Esa
es la invitación, espero que muchos se sientan convocados.
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