Merlí. Otra manera de filosofar
Hugo José Suárez
He dicho que me encantan las
series, y que concuerdo con Vargas Llosa cuando afirma que en ellas la
televisión encontró su soporte narrativo. La última en la que estoy metido es
la catalana Merlí, que trata sobre un profesor de filosofía de últimos años de
un colegio público en Barcelona.
Tengo tres décadas en las aulas
universitarias, unas veces como alumno y otras como profesor, y la verdad
considero apasionante mi oficio. Muchas veces me he preguntado por qué la vida
de un detective, de un narco, de un viajero o de un político merecen más
reflectores que la de un profesor. Pienso que una clase puede ser más
entretenida que un viaje a la selva, que un seminario puede ser tan atrapante
como una trama policial. Merlí nos recuerda que un instituto educativo, con
estudiantes, laboratorios, bibliotecas, profesores, es un barco repleto de
aventuras inagotables.
Además, el encanto del profesor
tan carismático como irreverente, está en vincular sus clases y los autores con
las situaciones concretas de los protagonistas. La filosofía pareciera salir de
los libros y nombres rimbombantes y se encarna en la cotidianidad. La mentira,
la política, la muerte, el consumo, el deseo, dejan de ser temas controlados
por los especialistas y aterrizan en la historia de la gente.
La serie no es ingenua, muestra
también el conflicto y las contradicciones de los adolescentes, los humores,
las furias, las pasiones, las tensiones familiares, las pérdidas y los excesos.
De alguna manera deja ver algunos rasgos de lo que supongo es la actual
sociedad catalana. Por ejemplo, en la escuela pública confluyen grupos sociales
distintos, desde quienes tienen una economía muy estable y cómoda, hasta los
que sufren el día a día teniendo que trabajar horas extra para sostener el
estudio. Parecería que el espacio educativo permitiera el encuentro de
posiciones sociales diferentes, lo que es impensable para muchos países
latinoamericanos. También se ve el estilo de vida urbano, la mayoría habita en
departamentos que se diferencian por sus comodidades o su lujo, pero pocos
tienen coche y casi nadie vive en casa. Las familias son diversas, con
presencia fuerte de los padres. Todos
luchan por la sobrevivencia en un mundo laboral incierto pero no dramático.
Uno de los aspectos que más he
disfrutado de la serie es el sexo. Despojados tanto de cualquier culpa
católica, como de imperativos morales muy de moda en la actualidad que
pretenden regular el comportamiento sexual, las relaciones fluyen en todos los
sentidos sin juicios en ninguna dirección. Todos (mujeres y varones, alumnos y
profesores, homosexuales y heterosexuales, viejos y jóvenes) se sienten con
derecho de proponer sin ser estigmatizados, y de ejecutar sin cargar una
etiqueta. Osar y gozar van de la mano. El resultado es fabuloso: los
estudiantes transitan unos con otros, los profesores entre ellos hacen lo suyo,
padres de familia con profesores, algún adolescente con la madre de su colega,
o una guapa historiadora que se engancha con el empleado encargado del
mantenimiento del edificio. Y todos los lugares son apropiados: los salones,
los baños, las salas de juntas, las oficinas, las bodegas. Aunque me puedo
equivocar y tener una visión muy superficial, me da la impresión de que el tema
de la sexualidad se lo enfrenta desde otro lado, desprovistos de cualquier
ideología que pretenda regular y normar el deseo y ansiosa de encontrar
culpables a quiénes condenar; pero todo, claro está, en un clima de respeto
innegociable al otro, a su voluntad y su libertad de aceptar o rechazar
cualquier oferta.
En fin, conocí Barcelona hace más
de treinta años. Mientras vivía en Bélgica y hacía mi doctorado, tuve que ir a
entrevistar a ex sacerdotes que en los años sesenta fueron a Bolivia en misión religiosa.
Fue un fabuloso descubrimiento, empezando por entender que ahí no se habla
castellano y que su relación con España es tensa y compleja. Todo indica que es
tiempo de volver por esos rumbos.
Publicado en El Deber 25/03/18
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