Waze


Hugo José Suárez

Cuando llegué a la Ciudad de México por primera vez, a mediados de 1988, lo primero que mis amigos me regalaron fue una Guía Roji. Era un libro largo, de unas 200 páginas y cubierta roja. Se trataba de un mapa de toda la ciudad, indispensable para cualquier habitante de la urbe. Estaba dividida en dos partes, por un lado, un directorio de calles ordenadas alfabéticamente, con coordenadas horizontales y verticales que permitieran ubicar cualquier lugar; por otro, los pequeños mapas respectivos.
En efecto, en la Guía Roji estaba toda la ciudad. Sólo era necesario tener el nombre de la calle y la colonia, se buscaba en la primera parte y se encontraba en el mapa la indicación precisa de la ubicación. Asunto resuelto, sólo había que trazar la ruta (en mi caso, siempre en metro y microbuses) para llegar al destino.
Con mi libro rojo y alargado bajo el brazo recorrí decenas de calles, lo cargaba como predicador evangélico de domingo, no salía sin él. Al cabo de cinco años de arduo uso, quedó deshojado y maltratado por tantas travesías, pero en pie. Cuando terminé la carrera y tenía que dejar el país, lo regalé a uno amigo como herencia con historia.
Contar a mis hijas lo que viví con ese libro en mis años de estudiante es otro desafío. Por supuesto no entienden cómo un ser humano vivía sin un celular, y sobre todo cómo podía ir de un lado a otro. Claro, actualmente las decenas de aplicaciones han cambiado nuestra relación con el espacio, el tiempo, los mapas, las personas y cuanto hay. Hoy, para ir donde sea, es suficiente entrar a Waze, poner el nombre de la calle y en cosa de segundos el dispositivo -inteligente, le dicen- me dirá la ruta, el tiempo de llegada y hasta si me encontraré con control policial. Fabuloso. Ya casi no hay lugar al que no pueda ir. Los mapas mentales y las rutas que antes elaboraba quedaron atrás, deposito mi confianza en la tecnología. Y cuando estoy manejando, sigo las indicaciones del programa -a menudo con acentos extraños- que con precisión de reloj suizo me guía como si estuviera con los ojos cerrados. Metros antes de girar a la izquierda, una misteriosa voz me advierte que debo hacerlo, y así hasta llegar donde me dirijo. Waze me conduce por territorios que no tenía idea que existían, evitando tráfico y accidentes. Parece magia.

Pero, a veces se nos olvida, la tecnología puede fallar. Semanas atrás me compré un celular nuevo, y cuando hice funcionar el Waze, resulta que mi GPS no estaba habilitado. Intenté resolver el impasse sin éxito. Me lancé confiado en que todo saldría bien, pero fue un fracaso. Veía en el pequeño mapa un botón rojo -que se supone era yo- pero iba atrás de la realidad, es decir que las indicaciones de “gire a la derecha, en 300 metros a la izquierda”, etc. llegaban tarde. Con lo caótica que es la Ciudad de México, pasarse una calle es el peor error que un conductor puede cometer, volver a encontrar el camino puede tomar largos minutos. Me detuve en varias ocasiones, volví a programar, busqué cómo resolver mi conexión con el GPS, intenté rutas alternas, y nada funcionaba. Al final, llegué de milagro siguiendo aquel mapa mental de mis años de estudiante, transitando las avenidas más conocidas que, si bien estaban llenas, tenía certeza de que me llevarían a casa. Extrañé mi Guía Roji, ando buscando una pero no sé dónde comprarla, creo que ya ni la editan. La buscaré en alguna aplicación de mi celular, ojalá la encuentre. 

Publicado en el Diario el Deber.

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