El presidente en calzoncillos
Hugo José Suárez
Llegué al texto por recomendación de un amigo,
y al terminarlo de leer tuve claro que fue una buena decisión. Se trata de Yo, el Presidente, de Víctor H. Romero
(Ed. 3600, La Paz, 2013). Son cuarenta y un capítulos contados en forma
descendente, cada uno no pasa de dos páginas.
Es una lectura ágil, una escritura muy bien construida que fluye palabra
tras palabra; es una novela policial que se concentra en la vida del
presidente, el teniente encargado de su seguridad, una amenaza de muerte y la
delicada situación económica y política del país.
Además de disfrutar de la lectura y de la
construcción del relato, me encantó encontrarme con un texto que desnude la
política desideologizándola, mostrándola como es, con su rostro más crudo, más
real, más desapasionado, lo que no abunda en nuestro medio. Algo así como
cuando uno se acerca a la serie House of
Cards, para entender la lógica del poder por dentro.
Romero, que escribió el animé de la vida del
Presidente Evo Morales y cuyos textos previos son claramente militantes, nos
conduce no hacia el encantamiento de un líder carismático intentando suscitar
en el lector ciega admiración, sino que devela las miserias de los laberintos
interiores del personaje. Pero ojo, su
texto no está hablando de ninguna persona en particular, sino de la figura
presidencial más allá de cualquier inquilino transitorio. Ese es uno de los mayores aportes de la
novela: no quedar prisionero de un nombre; y ese es el camino para que el texto
sea más universal y transhistórico.
Varios elementos me llaman la atención. En el
primer capítulo, el presidente reflexiona
sobre cuán importante es él en la historia de la nación y concluye que es un
ciudadano más: “La gente que cree que ser presidente del país es trascendente,
pero se equivoca, no es así, simple y llanamente significa ser parte de una
larga fila de nombres y personajes a los que el tiempo fue calificando como
imprescindibles, luego prescindibles y finalmente innecesarios” (p. 8).
La política y el engaño van de la mano, y
quien se mete a ese juego tiene que aprender a mentir: “la mentira es el
protocolo del poder político” (p. 23), asegura el presidente. Además, la
política es “un eterno juego de poder y el sujeto político un eterno ludópata”
(p. 72). Cuando se le acusa de ser populista, el mandatario rechaza
contundentemente la calificación por ser equivocada, mis acciones, sostiene,
“están sencillamente enfocadas a mantenerme en el poder, en la presidencia, en
este vicio que me consume y devora hasta el más íntimo de mis deseos. La acción
política se resume en una sola palabra: adicción. Todos somos adictos, unos a
las drogas y otros a esa adrenalina que genera el poder, al hecho de tener
siempre y en todo momento la razón, por mucho que la haya perdido” (p 31). Y
más: “Nosotros siempre buscamos poder. Las ideologías, los principios tan sólo
han sido un puente para lograr nuestro objetivo. El país, su futuro, su
desarrollo las piedras en el camino” (p. 61). Y parte del éxito de quedarse en
el poder está en conmover, en prédicas que salgan “del corazón y no de la razón
(...). Las ideologías son para los despachos. Puedo hablar mucho y no decir
nada” (p. 32), somos un país “peligrosamente emocional, emotivo hasta su
esencia” (p. 71); pero a la vez se debe administrar manejo de los temores: “el
miedo nos va a mantener en el poder” (p. 62).
El discurso del cambio y la revolución es
arriesgado, “el cambio es mucho más peligroso de lo que se cree” (p. 32), y de
hecho “quién más le teme al cambio es aquel que siempre lo pide” (p. 147); lo
más prudente es “mantenerse en su lugar, mejorar ese espacio, pero jamás
moverse más de lo necesario” (p. 32). “El cambio asusta, intriga y sobre todo
conspira. Por mucha desigualdad que exista en este país, siempre se buscará que
las cosas se mantengan tal y como están. Mover una ficha es patear un tablero
que te puede dejar fuera del juego” (p. 33).
A ratos el presidente parece dar consejos
prácticos de gobierno: “para acumular el poder, sí se necesitan alianzas, pero
también ofrecer algo a cambio y para ganar su lealtad, hacerles creer que
dependemos de ellos y mucha paciencia para esperar a que llegue ese instante
que dejan de convertirse en aliados y pasan a ser servidores... públicos” (p.
80).
Yo, el
Presidente es una lectura necesaria
para todos los que se interesan en la política sin importar la posición que
ocupen en ella, más allá de las pasiones que ciegan el análisis y de militantes
enamorados de su líder cualquiera que sea. Y aunque bien decía previamente que
el texto está fuera de la coyuntura, en este momento del país, parece que el
autor estuviera escribiendo las noticias del día. Por eso concluyo con este premonitorio pasaje
redactado hace más de dos años: “ustedes me dieron el poder, dos veces, fue su
elección. Tendrán que asumir las consecuencias de haberme elegido, de haberme
pedido hasta el cansancio una patria mejor” (p. 147). Una novela tan brillante
como cínica y despiadada.
Publicado en
suplemento Ideas de Página Siete
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