En  2013 la editorial Sexto Piso presentó dos nuevos cómics: Pancho Villa toma Zacatecas, de Paco Ignacio Taibo II y Eko, y Septiembre zona de desastre, de Frabrizio Mejía Madrid y José Hernández. En ambos casos se trata de escritores de amplia trayectoria y personalidad, con caricaturistas especialmente creativos y agudos.
La toma de Zacatecas -que recuerda esa fundamental y victoriosa batalla que abrió las puertas de Villa hacia   la ciudad de México- es una narración sombría, prima la imagen, el texto hilvana las oscuras viñetas donde predomina el negro, tanto que al abrir sus páginas se siente el olor a tinta, como si los autores nos quisieran llevar al escenario de batalla, a la crudeza de la muerte. Y no es para menos.
 Se transita por la compleja realidad de la guerra en su rostro más dramático, se muestran los preparativos previos al ataque a la ciudad minera custodiada por los federales, un bastión estratégico -a ser defendido a sangre y fuego- que finalmente fue tomado por los revolucionarios luego de una sangrienta confrontación. Pero en la historia el humor también tiene un lugar cuando se explica lo que "de Villa se decía”, recordando desde sus amores hasta su gusto por las malteadas de fresa, sus sombreros o su proyecto social.
Eko hace gala de su manejo de los ambientes.  Empieza introduciendo al lector a la historia como si se tratara de una primera toma panorámica cinematográfica, como si quien abre las páginas estuviera en el tren que se dirige a la guerra y sólo ve al frente un tornado gigante que lo espera. Y luego no escatima en usar múltiples recursos gráficos, desde mapas, hasta primeros planos o la reproducción de afiches de filmes posteriores sobre Villa. Pero también en su narración entran las imágenes fantásticas de la cultura popular mexicana, desde las calacas hasta el águila y la serpiente (atravesadas por dos carabinas). Ya el caricaturista había demostrado maestría en la construcción de personajes imaginarios, particularmente con Denisse, cuya sensualidad coqueteaba con el sadismo empapado de imaginación erótica. Ahora se trata de mezclar el espanto de la guerra con la excitación previa a la batalla, el miedo con la gloria.
Particular mención merece el coronel Montejo -ampliamente descrito-, quien perdiera un ojo jugando a la ruleta en una cantina de un hotel de Chihuahua, lo que no impidió su valiente desempeño militar. Luego de la victoria en Zacatecas, Villa ordena ley seca para evitar saqueos y excesos, pero Montejo no sólo que no cumple el mandato, sino que, cuando es amonestado, completamente ebrio mata de un disparo a quien le recuerda la orden. Al ser informado del incidente, Villa decide que lo fusilen. El último deseo del coronel -que se acerca al paredón con un puro en la mano y con la mirada firme de su único ojo- es enviar un mensaje a Villa. A regañadientes y bajo amenaza del propio Villa, el emisario repite lo ordenado: Pues que dijera que se fuera usted mucho a chingar a su madre y de pasada yo a la mía”. El legendario revolucionario, sentado en un cómodo sillón,  con las botas sobre el escritorio y un arma en la espalda reacciona: "Ah, que cabrón tan valiente... ¿y lo fusilamos? (...). Carajo me hubiera dicho antes y lo perdonamos”. Paradójico retrato de los códigos de moral, coraje y justicia.
En Septiembre zona de desastre, Mejía y Hernández recorren por las calles y los momentos de  aquella mañana del 19 de septiembre de 1985, cuando la ciudad de México vivió uno de los temblores más destructivos que arrasó con todo lo que pudo.
Se comienza con escalofriantes historias anónimas que cuentan cómo se vive un drama mayúsculo, para luego concentrarse en la vida cotidiana de un joven de 17 años -por cierto, nunca se dice su nombre- que tiene una relación rutinaria con la ciudad,  que sólo es para él "el trayecto de la escuela a la casa”. Pero esa mañana, cuando "tenía que haber leído a David Ricardo y resolver unos problemas de física” para sus clases del día siguiente, no fue el reloj quien lo despertó, sino el estruendo de su departamento que se desmoronaba, la vajilla y los libros que se venían abajo, los focos que reventaban al chocar con el techo y la pared de su sala que desaparece. El adolescente sale a recorrer las calles rumbo a su escuela y es testigo de la ciudad completamente derruida. Los edificios en el piso, las avenidas llenas de escombros, vidrios rotos por todo lado, tanques de gas tirados, coches aplastados, y un intenso y escalofriante olor a muerte. Un sentimiento se apodera de él: "la ciudad, que nunca había sido mía, ya no existía. Y en ese momento quise recuperarla”.
La calle se convierte repentinamente en el escenario de la tragedia, pero a la vez de la solidaridad. La gente se organiza sin necesidad de una autoridad que diera órdenes. Todos saben que tienen algo por hacer, toman los instrumentos a su alcance, palas, picotas, manos, sudor y empiezan la tarea de rescate. "La ciudad era otra”, y no sólo por las estructuras caídas y por los miles de muertos, sino por una nueva idea de colectividad que naciera espontáneamente.
Los autores se esfuerzan por mostrar que la fatalidad despierta la conciencia. Se cuenta cómo el Gobierno estuvo pasmado frente a un hecho inesperado que no supo administrar. Cómo se intentó mostrar fortaleza chovinista -por ejemplo el Presidente rechazó ayuda internacional y no se permitió aterrizar a un avión de la Cruz Roja- cuando era evidente su incapacidad para dar respuesta a la tragedia. Se devela cómo se mintió con respecto de la magnitud de lo sucedido mostrando cifras mínimas en términos de muertos y edificios afectados, y se dio por cerrado el episodio a las dos semanas, cuando ya no se creía poder encontrar más sobrevivientes. Se ordenó el ingreso de maquinaria pesada. Pero lo sucedido repercutió en la política y en la sociedad, "el terremoto siguió durante años”: "De la tragedia emergió una ciudad de los sin casa que estaban dispuestos a protestar por tener que vivir en azoteas, sin servicios, amontonados en un cuarto. Sabíamos que si México dejaba de pagar un mes de deuda externa, podíamos darle a todo chilango una vivienda digna”.
El relato retoma imágenes fotográficas del momento, datos periodísticos, viñetas de otros caricaturistas y reflexiones de Carlos Monsiváis. Un pequeño canario rescatado de los escombros -amarillo, en una caricatura en blanco y negro- que es adoptado por el personaje principal, representa la esperanza: "Acostado, viendo el techo de tirol, seguía pensando que la vida no tiene sentido, pero que, a veces, de vez en cuando, lo tiene porque se lo construimos, sacándoselo de las entrañas, a golpes de ganas, a golpes de suerte”. Su canario se llama Septiembre.

Las dos historietas, situadas en momentos y lugares distintos, coinciden en una visión de la historia, de los pueblos que toman la responsabilidad de su destino frente a cualquier circunstancia. Sin duda, son una invitación tanto al compromiso como al gusto por la calidad de un relato hecho de imágenes y palabras.

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