Género y generosidad en la ciudad


I.

Salgo de mi casa en el sur de la Ciudad de México hacia el centro a las seis de la tarde.  Tengo que tomar el metro –mi auto hoy no circula-, intuyo lo que me espera.  Como voy acompañado de mi esposa y mis dos hijas (de ocho y cinco años), entro a la estación Copilco y me paso campante la separación –contra la cual siempre protesto- de hombres y mujeres: me ubico en el primer vagón del metro que habitualmente viene más vacío.  Soy el único varón de la familia, imagino que no encontraré cuestionamientos.

El problema empieza cuando llego al trasbordo, cambio de línea y ahora el metro está atiborrado.  Intento la misma operación con mi hija menor en brazos pero esta vez, además de la abundante compañía, una policía –sí, mujer- me impide el paso al lugar privilegiado (que también está lleno, pero no tanto ni tan violento).  Intento una argumentación:
-         Vengo con una niña de cinco años, ¿quiere que la haga pasar sola? 
-         ¿Tiene compañía? –me pregunta, mi absurda sinceridad y evidencia (mi esposa y mi otra hija están tras mío) me revelan- entonces sus hijas tienen que pasar con su madre.
Acudo primero al argumento racional.  Le explico lo obvio: dos niñas ante tanta gente requieren del cuidado de un adulto cada una.  Se abre un dilema: yo con la más pequeña no puedo entrar en el vagón de los hombres que está llenísimo, y mi esposa sola en la sección de las mujeres también corre el riesgo de no poder protegerlas.  Nada.  Es inútil cualquier alegato.  Termino como siempre gritándole una frase que curiosamente he repetido cientos de veces: “¡los policías son unos idiotas!”.

II.

Cuanto llega el tren, veo que el primer vagón viene considerablemente más vacío que el que me toca (el tercero), y la policía está distraída.  Más por indignación que por viveza altoperuana, emprendo el paso firme saltándome la barrera hasta adelante con mi hija en brazos.  Mi esposa y mi otra hija me siguen pero antes de que se cierren las puertas, llega la policía que se dio cuenta de mi malosa hazaña y me pide salir, de lo contrario el tren no partiría.  La rabia en ese momento se apodera de mí y respondo como sindicalista: “de aquí no me muevo, llame a la patrulla si quiere para que vengan a sacarme”.  La policía no sabe qué hacer, insiste en que el tren no partirá, pero al ver mi terquedad se retira y da la orden de que el convoy continúe su ruta. 

Pensé que el montón de mujeres que me rodeaban iban a protestar contra en único varón usurpando su territorio, pero en el ajustado espacio una de ellas se levanta de su asiento y me lo ofrece; al principio me niego, pero insiste: “para que en la próxima estación la policía no lo vea”.

III.

Nos bajamos del metro, mis hijas están asustadas, más que por la gente, por el enfrentamiento con la autoridad; tomamos un taxi.  En el camino, el chofer nos cuenta que cuando era niño, en la zona había canales que venían desde Xochimilco, él compraba frutas y flores y todo lo que ahora se ve urbanizado eran campos.  Tiene setenta y siete años.  Me quedo pensando qué ha pasado en estas últimas décadas para destrozar así el entorno.  Dónde se fue el agua, cuándo se extravió “la región más transparente”.   Y me guardo el recuerdo de mi tránsito en el metro, me invade la nostalgia de lo que fue y de lo que pudo haber sido este territorio que habitamos.

 (Publicado en el suplemento "Ideas" del periódico boliviano Página Siete, 10-03-2013)

Comentarios

Eugenia Allier ha dicho que…
Hugo, te imagino en el metro, enojado contra las cosas absurdas de este mundo. Conozco la sensación y me da gusto saber que no soy la única que anda por ahí peleándose por sus derechos. Gracias por escribirlo y compartirlo con nosotros.

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