BD (II)

Los amigos que me conocen saben que el mejor regalo que me pueden ofrecer es una Bande Dessinée (BD).  Cuando me llega una, no la devoro, la disfruto.  La tomo entre mis manos con mucho cuidado -casi con cariño-, paseo mi vista por delante y por detrás, la acaricio, siento su textura.  Luego la abro y me sumerjo en las primeras páginas, en las imágenes iniciales, salto, llego al medio, al final.  No la leo, paseo por ella.  Luego le asigno un lugar de espera en el estante o en mi mesa de noche, hasta que llegue el momento adecuado para leerla.  Con mucho cuidado planifico el encuentro, me esfuerzo por que nada me moleste, que mis hijos estén ocupados, que no tenga visitas ni citas programadas.  Pongo música, me siento en el sillón preferido y empiezo la travesía.

En otras ocasiones me guardo la BD para algún viaje.  Con la misma ceremonia, mientras hago mi maleta la pongo en un lugar especial -que ya tengo identificado- donde entra perfecta sin maltratarse.  La saco sólo cuando estoy en el destino escogido, sea frente al mar, la piscina o el paisaje.  Dejo que el aire nuevo forme parte de la atmósfera donde me conducirá la lectura. 

Es cierto, mi consumo de BD no tiene que ver con la cantidad, sino con la intensidad.  Transito entre la pasión y el ritual.  Casi podría recrear las experiencias de lectura.  En mi biblioteca personal, cada BD tiene su lugar, cada una es portadora de su propia historia, en su contenido y en su forma de haber sido leída. 

Por eso, volviendo a los amigos, una de las cosas que más disfruto es invitarlos a casa y mostrarles algunas de mis BD, reproduciendo su magia y el trazo que me dejaron.  Me encanta quedarme en algunas viñetas, explicarlas, subrayar sus imágenes, sus significados.  Alguna vez un colega se preguntó por qué me gusta tanto la BD, y su explicación era la correcta: conjuga mi encantamiento por lo visual que va de la mano de mi pasión por el relato.  Tal vez ahí esté el secreto de su hechizo.

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