Una cosa es una cosa...

…y otra cosa es otra cosa. Esa es una de las frases emblemáticas que se repiten en la película mexicana El Infierno de Luis Estrada estrenada este septiembre. El filme es una lectura hipercrítica de las celebraciones del bicentenario de la independencia en México, donde se pretendió armar un ruidoso espectáculo que oculte la cruda realidad cotidiana en un país teñido por la incontrolable sangre generada por el narcotráfico. Con una excepcional pertinencia, el mismo mes en que las autoridades prepararon los fuegos artificiales que acompañan tradicionalmente el famoso “Grito”, se estrenó la película cuya frase que la acompaña es: “nada que celebrar”.

Pero no quiero referirme a la intención política de la propuesta, sino al trasfondo sociológico de la frase en cuestión. Y para ello, hay que recordar uno de los contextos en que es pronunciada: cuando uno de los matones del narco llega a su casa después de haber mostrado su crueldad al matar a varias personas, es recibido por su dulce esposa –embarazada- y cinco cariñosos hijos. Ante el asombro que le expresa el amigo que lo acompaña por el contraste de las situaciones, su respuesta es: “una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa”; y esa sentencia se la repite en distintas ocasiones.

La idea que está detrás es la capacidad de la separación de las esferas de la vida cotidiana que no necesariamente tienen que estar en armonía. Quizás hasta los años 70 u 80 uno de los paradigmas que primaba era el de la coherencia; así, un buen trabajador debería tender a ser buen padre, buen hermano, buen militante, buen vecino, como si una sola esencia adquiriera forma en los distintos ámbitos. Desde el cristianismo de liberación, se puede traer a colación el ejemplo de Néstor Paz que representa el extremo de coherencia perfecta: en sus escritos apela a la divinidad, al amor y al compromiso político desde un mismo argumento. Pero también se podría contrastar con un modelo de católico conservador que deba ser “trabajador intachable, esposo y padre ejemplar” (como diría Sabina). En ambos polos, el principio de base era la consistencia que atraviese los roles que un individuo debe vivir (padre, madre, hijo, hermano, amante, estudiante, trabajador, etc.). En lo intelectual las exigencias iban también de la mano, y figuras exageradas como Jean Paul Sartre mostraban que se podía ser excelente novelista, dramaturgo, director de periódico, filósofo y profesor a la vez. Así, se me viene a la mente el título del clásico de Marcuse: El hombre unidiemensional.

Pero las cosas han cambiado. La organización de la cotidianidad actual –desde la territorial hasta la complejidad laboral- permite una distancia contundente entre las obligaciones sociales, y no son pocas las expresiones culturales –pensemos en películas, canciones o novelas- que así lo develen. Se puede ser un excelente estudiante y un mal profesional; un responsable jefe de familia y un visitador compulsivo de casas de prostitución; un aburrido amante y un gran marido. No digo que estas situaciones no existieran antes, sino que el modelo ideal era otro, y todo indica que en la actualidad prevalece el paradigma del desfase, teniendo los individuos que administrar la diferencia expresada en sus identidades y comportamientos dependiendo del lugar social en el que tengan que actuar, sin que esto sea un indicador de hipocresía. La diversidad ha penetrado en las profundidades de la subjetividad. Y pienso en El hombre plural, de Bernard Lahire.
Por eso, volviendo a El Infierno, la frase tiene una capacidad explicativa sociológicamente mayor. Sin duda, hoy más que nunca, “una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa”.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Como bien señalas la cuestión no es que no existiera antes sino el asunto esta en el nuevo entendido de que así puede ser o así debe ser.
Abraham ha dicho que…
De hecho, este nuevo paradigma reflejaría una mayor congruencia con la realidad, ¿no?

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